Veo que al toro Ratón lo han disecado, convertido en piel estirada rellena de conservantes. Ignoro dónde lo expondrán, quizás en un museo tauromáquico lleno de otros congéneres tiesos, sobre todo cabezas con cuernos y ojos de cristal. Castaño, con manchas blancas, de largas extremidades y más de quinientos kilos, el ejemplar dio suculentos dividendos a su dueño, a los médicos de las corralas dónde se le corría y a los sepultureros del lugar.

Dando una bofetada a la inteligencia humana se consagró al astado como excelente por su instinto agresivo (el instinto de la mayoría de los animales es defensivo); tres fallecidos y decenas de heridos así lo demuestran. Tamaño mérito, (cornear hasta matar), multiplicó su fama: todas las placetas de pueblo, llenas de moscas, bocadillos y tintorros, se llenaban de paletos: 'hemos venido para ver a Ratón. Ojalá vivamos una tarde de gloria y se lleve por delante a cinco o seis mozos'.

Eran, son, cosas de las fiestas, las divinas tradiciones, el calor, el macho gigantesco (un monolito fálico preside las ceremonias taurinas en nuestro país), la muerte y otras sorpresas ante el tedio. El caso es que Ratón dio todo lo que pudo dar. Hasta 15.000 euros se llegó a pagar por sus actuaciones.

El toro 'asesino', pues, bien merecía una clonación (dicen que financiada por la Generalitat, ese ente filantrópico), cientos de páginas en las hojas del lunes especializadas, y, por supuesto, un videojuego. Lo creó la empresa valenciana Cookie Bit Games: 'No es agresivo sino divertido. Tampoco se muestran restos de sangre', dijeron. Creo que ese fue el motivo por el que no acabó de triunfar el susodicho.

Como no hay ídolo de masas que no se precie de ser escrito, también se le ha fabricado una biografía: 'La verdadera historia del toro Ratón', a cargo de un periodista, imagino que especializado en defunciones por cuernos en el chirimbolo.

Ratón, pues, está disecado para la posteridad, (mira Pepito, este morlaco que ves aquí, fue el que mató a tu tito cuando, borracho, intentaba hacerle pases), los taxidermistas felices y los aficionados a morir por el morro carpetovetónico, igual de contentos.