Mi padre, el veinte de noviembre de 1969 me dijo: Pelé ha marcado su gol número mil. Por mi cabeza infantil, balones ásperos de la época, duros, curados con tocino sobrante de las comidas, botaban libres haciendo la competencia a Jorge Manrique, un poeta obligatorio en los remansos de literatura nacionalcatólica del tardofranquismo incipiente. Fue en Maracaná, jugando con el Santos frente al Vasco de Gama. El árbitro pitó penalty en el minuto treinta y tres del segundo tiempo. El minuto treinta y tres es desde entonces, en el imaginario de la chiquillada, el minuto glorioso eterno, el minuto donde la realidad se detenía para dar paso a la fábula. Pierna negra de ébano derecha, disparo, estruendo del estadio y Edgardo Andrada, portero rival, argentino de nacimiento, cagándose en la concha de su madre. Pese a los lamentos, Edgardo sabía que la posteridad le recordaría como el arquero al que o rey le hizo el mil. Aquella mañana mi padre andaba metido dentro de motores grandes de autobuses pegasos, lleno de grasa. Pelé es lo máximo, recuérdalo, nadie será tan grande como él : bueno, en realidad sí que hay alguien mejor que él, se llamaba Garrincha. Pero eso es otra historia. Además triste.