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Todo, menos volver a Logroño

Se ha estrenado recientemente en Movistar la segunda tanda de las andanzas del político Juan Carrasco, con el título de Vamos, Juan. En la primera temporada (Vota Juan), un Javier Cámara que lo borda da vida al clásico político arribista y sin escrúpulos, al ministro más trepa entre los trepas de un gobierno cualquiera, y que por supuesto tiene ínfulas de querer llegar a ser el presidente. De una manera caricaturesca y agridulce, Cámara despliega sus mejores recursos cómicos (qué tiempos y qué gusto, verle otra vez en papeles de ganso perpetuo, como en 7 vidas) con toda una suerte de poses, tonos, muecas y frases para dar un recital superlativo y meterse a los espectadores en el bolsillo de la chaqueta del traje prêt-à-porter azul oscuro, obligado uniforme para el político profesional que vive sin vivir en él por el sitio que ocupará en la foto, por el lugar que le reservarán en la platea, o por las reuniones de subcomisiones inservibles sobre asuntos inanes que presidirá.

En realidad, Juan Carrasco lo que repite una y otra vez es que no quiere volver a Logroño, su ciudad natal. Llámale Logroño, llámale Albacete, Tarragona? incluso, Valladolid: ciudades medias y con buena calidad de vida, pero que se tornan pequeñas para quien tiene el ansia de dejar su impronta en los libros de historia, o modificar el paso de tus conciudadanos contemporáneos, o quien sabe, ayudar a cambiar el ritmo del mundo (y esto, mediocres ciudadanos de provincias, solo se hace desde Madrid: Madrid o la nada, Madrid como único sitio para subir, medrar, triunfar, influir, prosperar, corromperse, sin límite ni fin. Bien sabemos los de provincias que todo esto también se puede hacer por aquí. Pero en Madrid piensan que no, que a lo grande, lo que se dice a lo grande, solo se puede hacer estando allí).

En el fondo, todos los políticos tienen -unos, poco; otros, mucho- algo de Juan Carrasco. Se ve mucho además estos días, con los dimes, diretes, fintas y postureos dialécticos que se ven obligados a hacer, contorsionándose hasta el infinito pero sin poder mover los pies del suelo, y obligados todos a cuadrar lo que anhelan por un lado, con lo que los españoles parece que desean por otro (un acuerdo, un pacto, un relato, unas líneas, un algo que nos anime un poco y que sirva de parapeto frente a la dureza de lo que vendrá). Y se les ve a todos durante esta prueba enorme encorsetados por la tiranía del director de comunicación de turno, que ha devenido en nuestros tiempos actuales en una especie de demiurgo con un poder omnímodo, y al cual parece que les sale oro por la boca -en vez de palabras molientes y corrientes como al resto de los humanos- cada vez que cuchichean algo a los oídos del jefe. A Iván Redondo (un casi-ministro más importante para Sánchez que la mitad de ministros actuales) o a Miguel Ángel Rodríguez (¿quizá, solo quizá tenga algo que ver con el desabrido tono de Díaz Ayuso?) no se les ve, pero se les oye todo, cualquiera diría que ejercen de ventrílocuos con sus respectivos. Aunque a ver si resulta que va a ser lo que dice Macarena (la actriz María Pujalte), que interpreta a la jefa de comunicación de Carrasco: «Juan, que yo tampoco me quiero volver a Logroño».

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