Cuando Truman Capote se codeaba con la hija de Franco

En 1966, el escritor organizó la que durante décadas fue la fiesta del siglo. Un evento en el que muchos fueron los llamados pero pocos los elegidos: entre ellos, Carmen Franco Polo y su esposo, el marqués de Villaverde

Capote recibe a algunas de las invitadas a su «fiesta del siglo» en el Hotel Plaza de Nueva York en 1966.  | FILMIN

Capote recibe a algunas de las invitadas a su «fiesta del siglo» en el Hotel Plaza de Nueva York en 1966. | FILMIN / EduardoBravo

Eduardo Bravo

Era lunes y en Manhattan no había parado de llover en todo el día. Cualquiera que hubiera organizado un evento ese 28 de noviembre de 1966 habría estado preocupado por el éxito de la convocatoria. Cualquiera, a excepción de Truman Capote que, desde la publicación de A sangre fría, primero por entregas en The New Yorker a finales de 1965 y, a partir de enero del año siguiente, como libro completo en Random House, vivía su mejor momento personal y creativo.

Todo Nueva York deseaba formar parte del cogollito del escritor neo-orleanés, por lo que a nadie de los que recibieron la invitación para asistir a la fiesta organizada por Capote en el Hotel Plaza de Nueva York se le habría pasado por la cabeza rechazarla, a pesar de que fuera un lunes a las 10 de la noche y la climatología no acompañase. Desde que unos meses antes se comenzase a rumorear que el escritor estaba pensando en reunir a sus amigos en un gran evento, muchos de ellos le sondearon con más o menos sutileza sobre si formarían parte de los elegidos. «No te preocupes, estás invitado», zanjaba para tranquilizarlos Capote, que tampoco desaprovechó la ocasión para jugar con las esperanzas de los candidatos: «Tal vez te invite… o tal vez no».

En todo caso, ninguno de los invitados del escritor pertenecía a ese tipo de personas que debe madrugar al día siguiente o recorrer la gran manzana en otro medio de transporte que no sean limusinas o coches con chofer, a las puertas de los cuales son recibidos por un solícito portero con un paraguas convenientemente abierto. En definitiva, lloviera o tronase, Capote sabía que el salón de baile del Hotel Plaza iba a estar lleno.

Un capricho infantil

«No he ido a un baile de máscaras desde que era niño. Por eso quería dar uno», comentaría Capote que, a pesar de codearse con la alta sociedad internacional, era consciente de su condición de nuevo rico. Si bien el éxito de A sangre fría le había reportado más de dos millones de dólares de 1966 por las ediciones en cartoné, bolsillo y la futura adaptación al cine de la novela, su infancia humilde seguía pesándole como una losa. Por esa razón, el escritor prefirió envolver la fiesta del Hotel Plaza con un argumento tan incontestable como endeble: levantar el ánimo de Katharine Graham, editora de The Washington Post desde que su esposo, Philip Graham, se suicidase en 1963.

«Truman me llamó en verano y me dijo que quería dar una fiesta en mi honor para, entre comillas, animarme. Le respondí que no necesitaba animarme. Por eso, en un primer momento ni siquiera pensé que hablaba en serio. Primero tuvo la idea de la fiesta, porque creo que siempre había querido dar una fiesta en el Plaza, y luego buscó la razón. Supongo que la razón era yo», recordaba a principios de los 90 en la revista Esquire la propia Graham que, a pesar de esas primeras reticencias, aceptó su papel en el plan de Capote que, durante los siguientes meses, continuó dando rienda suelta a sus caprichos y maquinaciones.

Inspirado por el vestuario que Cecil Beaton había diseñado para la escena de las carreras de My Fair Lady, el escritor obligó a los invitados a que vistieran únicamente de blanco y negro e hizo que acudieran enmascarados, lo que provocó que, durante los días previos a la fiesta, los talleres de los modistos más importantes de Nueva York se colapsasen.

«Las damas han acabado conmigo», se lamentaba Halston, que por entonces trabajaba como encargado de sombrerería para los grandes almacenes Bergdorf Goodman y que fue el responsable de confeccionar, entre otras, la máscara de conejo que lució Candice Bergen. Sin embargo, no todos los invitados encargaron máscaras hechas a medida. «Me iba a poner la máscara de Popeye de mi hijo», relataba la esposa de Richard M. Clurman, jefe de corresponsales de la revista Time, «pero después fui a ver a Kenneth, mi peluquero, y me amedrentó».

Menos temerosos que la señora de Clurman fueron Henry Fonda, que fabricó la máscara de su esposa Shirley pegando una a una decenas de lentejuelas, o el propio Capote, que se agenció un lote en la juguetería FAO Schwarz por 39 centavos la unidad, para él y para repartir entre aquellos invitados que hubieran olvidado el complemento.

«La idea era que pudieras pedirle bailar a cualquiera que te resultase atractivo, sentarte en cualquier lugar que te apeteciera y después, al llegar la medianoche, cuando se pudieran quitar las máscaras, buscar a tus amigos de siempre o quedarte junto a los que habías conocido esa noche», declaró Capote al periódico The New York Times. «Había algo radicalmente democrático en el hecho de invitar a todos esos personajes famosos y después, decirles que ocultasen sus rostros», comentaba Deborah Davis, autora de Party Of The Century. The Fabulous Story Of Truman Capote And His Black And White Ball, que también recogía en su libro cómo el escritor se encargó de anular ese anonimato al hacer que los invitados fueran anunciados con nombres y apellidos al llegar a la fiesta.

Champán y mucha pasta

La lista final de los asistentes ascendió a 540, casi el límite del aforo del salón de baile del Hotel Plaza. Las invitaciones no se mandaron a imprimir hasta la semana previa al evento para que fueran entregadas a sus destinatarios con suficiente antelación, pero no con tanta como para que pudieran ser falsificadas. De hecho, los controles de acceso al edificio fueron muy estrictos: solo se habilitaron dos de los ascensores del hotel y las puertas, las escaleras y el perímetro del edificio permanecieron vigilados por miembros de la policía de Nueva York.

Finalmente, entre los que tuvieron el privilegio de acudir a la «pequeña fiesta para mis amigos» de Capote estuvieron Frank Sinatra y Mia Farrow, Tallulah Bankhead, Gloria Vanderbilt, Lauren Bacall, Richard Avedon, el matrimonio Agnelli, Cecil Beaton, Harry Belafonte, Marissa Berenson, Jack Lemmon, Greta Garbo, Noel Coward, Christopher Isherwood, Lynda Bird Johnson -hija del presidente de Estados Unidos Lyndon B. Johnson, a la que Capote no permitió que acudiera con su novio, el actor George Hamilton, por no considerarlo suficientemente prestigioso- y el «Marquis and Marquesa Cristóbal Villaverde», que no eran otros que el yerno y la hija de Francisco Franco que, en calidad de familiares del dictador, disfrutaban de una vida muelle viajando por el mundo y codeándose con la alta sociedad internacional.

Durante las horas previas al evento, Capote y Katharine Graham se dedicaron a tomar cócteles con amigos por toda la ciudad y solo por la tarde se recluyeron en las respectivas suites que habían reservado en el Plaza para recuperar fuerzas y componerse. A las 10 de la noche comenzaron a llegar los primeros invitados que, además de bailar al ritmo de la orquesta de Peter Duchin -cuyos miembros también iban convenientemente enmascarados-, se bebieron las más de 400 botellas de champán Taittinger adquiridas por Capote que, gran bebedor y conocedor de los hábitos de la alta sociedad, consideró que media botella por cabeza sería lo mínimo que consumirían sus amigos.

Los últimos invitados llegaron rozando la medianoche, momento en el que Capote dio la orden de servir la cena que, como el resto de la velada, respondía a sus propios gustos y ganas de epatar: pollo hash con sherry y espagueti a la boloñesa, salsa que no se lleva precisamente bien con el blanco.

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