Llego a autoconvencerme de esta afirmación que utilizo para titular esta reflexión personal después de durante tres años y medio haber estado, no sé, como justificando una situación que, ingenuo de mí, yo creía sería transitoria a la espera de una normalización de mi situación de cristiano practicante en mi parroquia. Y es que mi vida ha estado siempre vinculado a mi iglesia de Santa Ana. Allí le pedí a mis padres tomar la primera comunión cuando donde realmente me correspondía era en la de la Inmaculada Concepción. Allí entré a formar parte de su coro parroquial a través de mi pertenencia al Orfeón Eldense. Allí hice renacer en Elda las cofradías de Semana Santa en unión de cuatro amistades más y allí está ubicada mi Cofradía del Santo Sepulcro. Allí formé parte de aquel primer equipo de Cáritas Parroquial cuando se me solicitó esta colaboración hace ya treinta años, y en Cáritas llevo colaborando como voluntario hasta el día de hoy. Sí, Santa Ana, mi parroquia, mi casa espiritual, mi refugio en muchos momentos de necesidad. Hasta hace tres años, concretamente un 7 de Septiembre de 2.017, en que su entonces párroco Juan Agost me hace llamar... Y me solicita que me abstenga de acercarme a tomar la comunión en «mi» parroquia. El motivo lo podía esperar, pero hasta que te pasa no eres consciente del inmenso dolor que supone para un creyente practicante esta «invitación». La causa de ello fue mi boda con mi pareja de veintiún años ya, y que... es un hombre como yo. Según él, debía de atender a la sensibilidad de toda su feligresía por lo que intuí que alguien se había quejado de que yo me siguiera acercando a comulgar. Soy homosexual, sí, ni me orgullezco ni mucho menos me compadezco de ello. Es la naturaleza que Dios me ha dado y con la que he vivido toda una vida rodeado del amor y el respeto de mi familia, de mis amigos. Ya un sacerdote, mi añorado D. Bartolomé Roselló, me puso las cosas bien claras cuando tuve dudas al aceptar el puesto de Presidente de la Junta Mayor de Cofradías de Elda y decirme con claridad: «Dios te ha hecho así y te quiere ahí ahora». Aquel 7 de septiembre, conforme pasaban las horas desde aquella entrevista con el cura de Santa Ana, más desazón tenía. Varios fueron los sacerdotes que se quedaron atónitos ante el actuar de mi párroco y que me ofrecieron sus parroquias para asistir a misa y poder comulgar. Y recibí todo tipo de apoyos morales de gran parte de la feligresía de Santa Ana. Pero no me consolaba nada porque lo que estaba claro es que se me negaba la comunión en mi parroquia. Vamos, que me consideraba yo mismo como un apestado en mi «casa».

MI HIPÓCRITa IGLESIA

He estado desde entonces estos tres años y medio apartado de ella y en todo este tiempo he podido comulgar en tres ocasiones, creo recordar, pero de un modo medio furtivo, cosa que creo todavía me causa más desazón. El sábado del mes de marzo del pasado año en que Santa Ana iba a cerrar ya por la pandemia del coronavirus, le dije al mismo sacerdote, Juan Agost, que necesitaba la comunión antes del aislamiento al que nos iban a someter, y me dijo que esperara un tiempo porque teníamos pendiente una conversación. Fue un segundo mazazo el ver la frialdad de un «ministro de Dios» al no sopesar mi necesidad espiritual. Dos meses después, este sacerdote renunciaba a esta parroquia sorpresivamente (tal vez algo tendrían que ver los prácticamente 300.000 € en que se quedó endeudada la parroquia por varios motivos) quedándome esperando su llamada. Llega temporalmente D. Carlos Mendiola a Santa Ana y me dice que en cuanto llegue el sacerdote definitivo hable con él de «mi situación» en la parroquia. Desde octubre de este pasado año, Santa Ana cuenta con nuevo sacerdote y nuevo vicario. No he ido personalmente a hablar con ellos porque ya me quedé esperando el que D. Juan Agost me llamara tal y como me dijo.

Y el 30 de enero se produjo un tercer mazazo en mi vida de creyente. Animado a comulgar siempre por la directora de mi coro y persona de profunda fe y práctica en la parroquia, salí detrás de ella para ser los primeros antes de que lo hiciera el pueblo y empezar con nuestros cantos. Ella recibió su comunión y al llegar yo... se me fue negada en el altar, y con la mano el vicario me hizo un gesto de bendición. Reaccioné con suma normalidad. Me volví al órgano y canté durante la comunión. Es curioso, sólo había visto esta situación en una película, The Priest (El sacerdote). Nunca pensé que lo llegaría a vivir yo. Interiormente me empezó a golpear como con un martillo el «no pasa nada, no pasa nada». Pero mis sentimientos priman sobre mi consciencia. Y conforme llegué a casa y avanzaba la noche mi estado de ánimo caía a velocidad de pájaro y…. me costó mucho dormir. Me costó dormir porque tengo que ver las cosas con realidad. Santa Ana deja de ser definitivamente mi casa espiritual, mi refugio….. Materialmente a través de mi baja como socio de la parroquia cosa que hice esa madrugada, y espiritualmente a través de mi despedida física de ella. Solo iré en los conciertos que se realicen con mi coral, en funerales de seres queridos y situaciones así. Y este es el mayor dolor que realmente me inunda en estos momentos en mi interior, en mi definitiva despedida de mi parroquia.

¿Y por qué el titular de jerarquía y sacerdotes hipócritas? Pues tal vez porque yo mismo he estado justificando ante mis amistades actuaciones de ellos. Tal vez desde un sentido de protección ante los continuos ataques que la Iglesia en sí viene recibiendo desde todos los lados. Pero este tal vez, también se ha venido abajo. No entiendo que una Iglesia que entre sus ministros tengan ladrones (y doy fe de ello por conocimiento personal) se les proteja y se les minimice sus acciones y tan solo queden en traslados de parroquias. No entiendo que una Iglesia que entre sus ministros haya quienes llevan una vida de total pareja con mujeres (cosa que personalmente acepto), contradiciendo sus normas de celibato, se les haga la vista gorda. No entiendo que haya ministros con tendencias y prácticas homosexuales (cosa que lógicamente también comparto) que sigan ejerciendo sus «ministerios». Y si nos vamos al devenir de la historia de la Iglesia, ya apaga y vámonos: No entiendo que la Iglesia católica tuviera la más mínima relación con los casos de bebes robados en años no muy lejanos. No entiendo que la Iglesia tuviera tan generalizada por medio mundo la pederastia en su seno. No entiendo que diócesis españolas estuvieran relacionadas con inversiones millonarias en fondos de inversión cuando sus parroquias rurales se caían a pedazos (Ejemplo: Diócesis de Valladolid y Gestcartera). No entiendo cómo en el propio Vaticano en pleno 2.020 un todopoderoso cardenal Angelo Becciu, desviara millones de euros, unos 200!!! del Óbolo de San Pedro, fondo que recoge los donativos de los fieles para obras de caridad, a la compra de un inmueble en el centro de Londres con pérdidas millonarias.

Así pues, por todo ello, no entiendo con qué fuerza moral puede actuar un determinado sacerdote para denegar la comunión a un simple feligrés que siempre ha considerado a su parroquia como su casa, su refugio, su lugar donde recargar de energía su alma. Hoy mi estado es como el de ese juego que llamábamos de barcos: Tocado y hundido.

Pero estoy muy tranquilo y fuerte porque en el fondo sé que Dios está conmigo, y sé que jamás me va a faltar esa fortaleza en mi vida. Qué hubiera sido del propio Jesús cuando empezó su vida pública y se encontró con el rechazo de los sacerdotes de su época que anteponían siempre la «norma» al propio ser humano. Él lo dijo: Vengo a este mundo a cambiar normas. Pues eso le hace falta a nuestra Iglesia de hoy, que sea misericordiosa y no anteponga leyes al corazón del ser humano.

Jerarquía católica... sacerdotes... hipocresía.