Escribo este artículo con una mascarilla puesta y pulsando el teclado con guantes de látex. Mientras tanto, aún resuenan en mi calle los ecos del último aplauso dado ayer a los sanitarios. Ojalá eso bastara para protegerles. Necesitan medios que no llegan y descansos imposibles en un sistema colapsado.

Veo imágenes de hospitales saturados que parecen mercadillos. Veo agentes desprotegidos compartiendo equipos de protección. Escucho que han convertido el palacio de hielo de Madrid en un tanatorio-congelador. Leo cifras infinitas de muertos. Imagino a hermanos sin hermanos, hijos sin padres, y padres que no volverán a ver a sus hijos.

El virus ni distingue ni perdona. Mientras tanto, salvando todas las distancias que cada uno quiera poner, sigo con mi tarea de proteger a los animales, tarea que, en realidad, en estos momentos está muy relacionada con la tragedia.

Me llaman para rescatar un perro. Nadie quiere ir a recogerlo. Su dueño está ingresado por coronavirus y su mujer, con síntomas evidentes, teme estarlo dentro de poco:

-Es parte de nuestra familia -me dice llorando-. Si no salimos del hospital, ¿quién va a cuidarlo?

Más tarde me llama otra persona angustiada. Dice que no le dejan ir a ver al perro que tiene en el chalet. -¿Cuánto tiempo puede aguantar sin comer?-.

Una chica que no conozco contacta conmigo. Me habla de una colonia de gatos sin comida a la que no puede atender. Otra mujer también me avisa desesperada. Tiene tres perros en una casa de campo. Llevan cuatro días sin alimento ni agua -¿Qué se puede hacer?-.

Uno a uno, me ofrezco a ayudarles y, mientras me monto en el coche para hacerlo, escucho por la radio que hay gente que está alquilando a sus perros para que los saquen a pasear. ¿Se puede caer más bajo? Entonces, en ese momento, suena mi teléfono y «el manos libres» corta la emisión. Al otro lado, alguien me pregunta dónde puede abandonar a su perro. Dice que no lo quiere, que pasearlo es un peligro, que ahora sólo piensa en salvarse ella. Y entonces me doy cuenta que sí, que siempre se puede caer más bajo porque, en realidad, la peor pandemia que padece este mundo desde hace tiempo se llama egoísmo. Y para esa tampoco hay tratamiento, ni remedio alguno.