La corrupción es, seguramente, el mayor mal que puede aquejar al funcionamiento de la justicia y, en general, al sistema jurídico: si la gente no confía en la justicia (lo que ocurre si los jueces son corruptos), el Derecho no puede cumplir (bien) sus funciones características: resolver conflictos, orientar el comportamiento, legitimar el poder social. Un acto de corrupción, en general, puede definirse como aquel que supone el incumplimiento de algún deber vinculado a alguna posición social y efectuado, normalmente de manera oculta, con el propósito de obtener un beneficio indebido. Cuando la posición social es la de juez, hablamos de corrupción judicial. Hay además tres factores, tres elementos intrínsecos a la función judicial, que hacen que la profesión de juez pueda verse, en relación con la corrupción, como una profesión de riesgo: la exclusividad en el ejercicio de la función jurisdiccional, la inevitable existencia de ámbitos de discrecionalidad y la independencia judicial.

A pesar de ello, no parece que la corrupción sea el problema más importante en la judicatura española. No quiere ello decir que no haya actos de corrupción, sino que éstos son más bien aislados, escasos; menos de los que la opinión pública -o una buena parte de ella- suele pensar. ¿Significa esto entonces que debemos estar satisfechos con el funcionamiento de la Administración de Justicia en España y con el comportamiento de los jueces? No, o no necesariamente.

Un buen juez no es simplemente el que no comete, en el ejercicio de su profesión (en la aplicación del Derecho), actos delictivos o merecedores de alguna sanción disciplinaria. Para ser un buen juez se necesita algo más que eso, al igual que para ser un buen médico, un buen profesor o un buen lo que sea se necesita algo más que no transgredir las normas jurídicas que regulan esas profesiones; y esto vale incluso para el buen político, aunque algunos estén empeñados en hacernos creer que no ser en absoluto corrupto es más de lo que razonablemente puede exigirse en la vida política. El buen juez es el que, además de lo anterior, cumple con las normas éticas de su profesión, que pueden estar establecidas o no en un código deontológico; y el que ha desarrollado ciertos rasgos de carácter a los que tradicionalmente se han llamado "virtudes": las virtudes judiciales más características son, probablemente, la prudencia, el sentido de la justicia, la valentía, la fortaleza y la modestia o autorrestricción en el ejercicio de su poder.

En España, a diferencia de lo que ocurre en muchos otros países de nuestro entorno cultural, no existe aún un código de ética judicial. Pero el poder judicial español, el Consejo General del Poder Judicial, tuvo un papel activo en la elaboración de un Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial, aprobado en la XIII Cumbre Judicial Iberoamericana, en 2006, y que, en consecuencia, puede considerarse un texto vigente, cuyas normas son aplicables al comportamiento de nuestros jueces. Ahora bien, dado que ese Código no establece sanciones, alguien podría preguntarse que para qué sirve. Y la respuesta es que, entre otras cosas, para ayudarnos a identificar a los buenos jueces y a separarlos de los malos (o de los mediocres) y para adoptar, en consecuencia, una actitud de crítica o de alabanza fundada hacia sus conductas. Ilustraré lo que quiero decir con una referencia a algunas de sus normas; dejo al lector la tarea de su posible aplicación a algún caso de reciente actualidad.

El artículo 43 del Código Modelo establece que: "El juez tiene el deber de promover en la sociedad una actitud, racionalmente fundada, de respeto y confianza hacia la Administración de Justicia". Pero eso difícilmente va a suceder si el contexto en que se toma la decisión lleva fundadamente (a un observador razonable) a pensar que la decisión no hubiese sido la misma si los implicados hubiesen sido otros; que la "ratio decidendi", o sea, la doctrina establecida en la decisión lleva al absurdo: supone vaciar de sentido el artículo que se dice interpretar y a unas consecuencias que (para cualquier persona razonable) resultan inasumibles. Es posible que el juez (o los jueces) que haya(n) adoptado la decisión lo haya(n) hecho de buena fe, esto es, creyéndose las razones esgrimidas. Pero la ética profesional le exige al juez no sólo que "de hecho" sea independiente e imparcial, sino que lo sea también en apariencia; recuérdese que no se trata de la ética aplicada a comportamientos de la vida privada, sino al ejercicio de una determinada profesión. Por eso, el artículo 2 del mencionado Código señala que el juez no puede "dejarse influir real o aparentemente por factores ajenos al Derecho mismo". Y el artículo 11, que el juez "está obligado a abstenerse de intervenir en aquellos casos en que se vea comprometida su imparcialidad o en los que un observador razonable pueda entender que hay motivos para pensar así".

Decía al comienzo que la corrupción es el mayor mal de un sistema judicial. Pero hay otros actos contrarios a la ética judicial que no suponen necesariamente corrupción (o, en todo caso, que sería imposible probar que la implican) y que pueden llevar a consecuencias semejantes: al descrédito de la justicia.