Esta semana me ha sucedido un hecho inusual: una mañana olvidé comprar los dos periódicos que suelo leer, y eso que su lectura suele ser elemento imprescindible para que dé por comenzado el día. Quiero pensar que ha sido una rebelión inconsciente ante la avalancha de malas noticias o, por mejor decir, de noticias pésimas y reiteradas, expandidas como en una película perdurable, que nos narran un entorno poco grato, salvo cuando se rinden ante la frivolidad insultante, y tanto menos amable en cuanto que apenas aparecen avisos sobre cambios de tendencias: a la tristeza se suma, pues, el aburrimiento. Es cierto que fue desfallecimiento pasajero porque hay algo de veneno en todo esto y me faltó el tiempo para enfrentarme a las ediciones digitales, pero, con todo, me preocupó. Sobre todo porque he dado, desde hace años, en glosar alguna parcela de esa misma realidad con estos comentarios. Lo que, posiblemente, agrava la cosa.

Llevo varias semanas enzarzando mis palabras en combate con la corrupción, y no tengo dudas sobre que, desgraciadamente, volveré a esas visitas. Pero descansemos un rato. Lo que me apetecía es dedicar palabras al Sahara, por ver si me quito de encima esta pena y esta rabia, pero se me adelanta José María Asencio y en un artículo, que se resume en su título -Qué vergüenza-, encuentro expuestas mis emociones. Así que hoy elijo buscar un rincón bueno de la realidad, como quien necesita a veces solazarse en las obras que aún nos congracian con nuestro entorno. Porque el lunes asisto a la reunión del Consejo del Archivo de la Democracia, de la UA, y allí constatamos que ese proyecto institucional del Vicerrectorado de Extensión Universitaria lleva ya una considerable andadura llena de logros, gracias, sobre todo, al esfuerzo de Pepe Beviá, incansable e imprescindible.

Pero caigo ahora en que, quizá, el lector no sepa lo que es ese Archivo, pese a que su reconocimiento en el mundo universitario y científico es ya importante. Y es que hay asuntos -la cultura de verdad, la que no se confunde con las modas furiosas- de los que parece que no se debe hablar si uno no desea ganarse etiqueta de presuntuoso. El Archivo nació sólo con un objetivo: recoger materiales documentales de todo tipo -"papeles", pero, también, imágenes, carteles, revistasÉ- de personas y entidades que consideren que esas trazas de vida merecen un lugar seguro para su custodia para uso de investigadores con criterios profesionales, así como su ordenación y difusión. Cuando se empezó a organizar, algunos decíamos algo muy simple, pero no menos cierto: en las casas actuales no hay demasiado sitio para carpetas viejas, pero debemos evitar que acaben en la basura. La sorpresa fue que lo que podía imaginarse como una salida para casos puntuales ha tenido un éxito más que considerable: hoy, el Archivo guarda varios centenares de miles de documentos de un centenar de donaciones, la gran mayoría de alicantinos. El Archivo, además, organiza exposiciones, ciclos de conferencias y edita libros. Una trayectoria, pues, sencilla pero tremendamente eficaz. Porque un Archivo de esas características es mucho más que las palabras o los gestos particulares que atesora.

Creo que el grado de civilización de una sociedad se debe valorar, ante todo, por la capacidad que tenga de proteger a aquellos que están discriminados, que son más débiles. Pero, en segundo lugar, por su decisión por preservar su pasado, pues sólo así esa sociedad se sabrá en la historia, honrará a los que le precedieron y, sobre todo, sabrá que debe preservar algo de valor para los que vengan después: a todos nos gustaría que nuestras acciones quedaran en alguna esquina de los recuerdos colectivos. En época de crisis de las ideologías que se basaban en suponer que el futuro es controlable, la memoria invade nuestras conciencias, nos reclama con sus preguntas e interpela a las razones morales mismas de nuestro comportamiento. Pero sabemos que no todo puede ser recordado, que las comunidades negocian consigo mismas la cuota de olvido que se deben. Pero también sabemos que sólo pudiendo acceder al máximo de información sobre lo que sucedió, podrán decidir libremente lo que actualizar, lo que homenajear, o lo que debe dormir, quizá para siempre, o lo que debe limitarse al territorio de la nostalgia. Por eso la tarea del Archivo, coleccionar los fragmentos de nuestro pasado inmediato, es algo que merece la pena traer ahora aquí, como antídoto de tanta necedad tenida por imprescindible y de tanto apresuramiento que conducirá a la nada. El Archivo nos reconcilia con esta ciudad tan dada a no dejar que las cosas lleguen a antiguas, en una voraz carrera por comerse a sí misma.

Llegan ahora los días del Archivo, porque se acerca el aniversario de la Constitución, y se ha convertido en cívica tradición que la UA organice diversos actos: ciclo de Conferencias La España Constitucional, la entrega del Premio Maisonnave, lectura del texto de la Carta Magna. Pero es cita también imprescindible -el 1 de diciembre- el encuentro de los donantes del Archivo, en la Sede. Este año el acto también conmemora a Miguel Hernández, pues servirá de ocasión a la presentación de la última obra editada por el Archivo: un libro conmemorativo sobre El homenaje de los pueblos de España a Miguel Hernández, cuando el poeta fue festejado de una manera menos oficial que ahora por muchos demócratas, en esa época de incertidumbre y miedo que ahora llamamos Transición; buena ocasión, pues, para recordar que también nuestro autor empujó a la democracia con sus versos y con las emociones y razones que convoca su nombre. Tiempo habrá de que al lector llegue advertencia sobre estos actos, pero sirvan ahora estas líneas para, por una vez, mostrar que el compromiso intelectual y el cívico pueden andar de la mano, sin intereses ocultos y sin presunciones. Alegrémonos por ello. Y, por favor, no olvide leer los periódicos. Ni a Miguel Hernández. (www.archivodemocracia.ua.es).