Me casé por segunda vez en Caná de Galilea, con la misma mujer que un día lo hice en primeras nupcias, y recorrimos Tierra Santa en viaje de peregrinación. Un viaje distinto a cualquier otro, en todo: incluido lo mal que comí. Dañó mi estómago el pescado, del tiempo de Jesús, que tomamos atravesando en barco el Mar de Galilea, pero cierto es que el alma quedó satisfecha, grabada en ella la Vía Dolorosa, con gentes de muy distintas religiones, creyendo todos en una sola Verdad.

El cuerpo, que también ha de tener sus satisfacciones, saciado quedó una noche en el palentino Monasterio de San Zoilo, de vuelta a Carrión de los Condes desde Frómista, donde tras varios días de camino comeríamos de cuchara y tenedor.

Sopa de ajo mi primer plato, verduras asadas para mi mujer, y después pescado y ciervo estofado. Aquella noche, cerca de nosotros cenaban ahora doce varones de entre cincuenta y sesenta años, de nobles cabezas, con el cabello muy corto y algunos de ellos con muy poco o ninguno, que calzaban todos sandalias, y quise imaginarlos con el hábito blanco que San Bernardo proporcionó a los frates milites y la sencilla cruz roja, que el Papa Eugenio III dotó al Temple, como distintivo: Caballeros de una Encomienda gala (porque les oí hablar francés), que entrando por Roncesvalles buscaban signos donde hallar los tesoros que el alma encierra.

Al acabar de cenar se persignaron y el que supuse Comendador, con la sonrisa que todos nos dispensaron, inclinando la cabeza, dijo en castellano al pasar por delante de nosotros: Buenas noches. Yo entonces, me aventuré a responder: ¡Buen camino!

Después de cenar, en el libro de visitas del hotel dibujé un palomar que rompía en el horizonte la soledad de la estepa castellana, al que se dirigía una bandada de palomas, y leí en sus páginas que los caballeros habían iniciado la ruta de Santiago, en busca de algo que habían encontrado en cada paso del camino. También nosotros sentimos su presencia, mientras lo anduvimos, en cada uno de nuestros movimientos.

Me dormí pensando en todo lo visto en la Iglesia de San Martín. Del edificio destaca la desnuda sobriedad de sus muros, pero los elementos ornamentales de los capiteles con motivos vegetales y animales, son ricos en escenas bíblicas que sirvieron para enseñar al creyente parte de las Escrituras.

Los canecillos, pequeñas esculturas que decoran los aleros de los tejados, tienen como los capiteles una gran carga simbólica, difícil de desentrañar hoy, que en la Edad Media las gentes entendieron bien por conocer las leyendas, fabulas y cuentos a los que las figuras hacen referencia.

Interpretar las claves, que en el camino de nuestra existencia se presentan, es necesario para vivirla y cada uno debe aprender de allá, donde ha sido educado, para encontrarse a bien consigo mismo y con los demás, en el lugar donde habita.

He realizado ahora un viaje romero cargado de intenciones, en mi propia tierra y con vocación Mariana. Al alborear el día 28 de diciembre fui desde mi casa de Santa Pola a la playa del Tamarit, para conmemorar la representación del hallazgo del arca de la imagen de Nuestra Señora de la Asunción por el guardacostas Francesc Cantó. Después de la eucaristía acompañamos a la Virgen, colocada sobre una carreta de bueyes, por el Camino Viejo de Santa Pola y tras un alto para reponer fuerzas, con un almuerzo típico, llegamos a nuestro destino, en el ilicitano huerto de Les Portes Encarnaes. Allí dejamos a la Virgen, expuesta para la veneración de los fieles, hasta los actos de la tarde.

Lo que sigue en ese día, es ya conocido por los ilicitanos.

A mí, que desde hacía mucho no vivía esta dicha, me queda ahora interiorizar el camino para relatarlo algún día y no olvidarlo. Los años transcurridos han traído cosas buenas y otras no deseables, se han llevado algunas que echaremos en falta, pero son más las sensaciones vividas, sentimientos que nos diferencian y sirven para afrontar el nuevo año con fuerzas renovadas: es lo que les deseo a ustedes.