Desde el punto de vista histórico-político, el fenómeno más significativo del proceso que desembocó en las pasadas elecciones municipales y autonómicas del 22 de mayo ha sido la irrupción en escena del movimiento 15-M. Curiosamente, sus reivindicaciones han tenido una mayor repercusión en la opinión pública y un mayor apoyo de la ciudadanía que los programas de los partidos que concurrían a las urnas. Es difícil calibrar ahora los resultados prácticos que podrán derivarse de esta movilización, pero de lo que no cabe la menor duda es de que la revuelta de los llamados "indignados" ha puesto sobre el tapete la necesidad de una regeneración que avance hacia una democracia libre de la presión del gran capital financiero, combativa con la corrupción política, representativa de la pluralidad social y comprometida con los derechos económicos y sociales básicos de la ciudadanía.

El origen del movimiento 15-M está en la incapacidad de un gobierno nacido de la soberanía popular expresada en las urnas para imponerse al dominio de los "mercados", es decir, del gran capital financiero, cuyas fórmulas para salir de la crisis responden, paradójicamente, a la praxis neoliberal que ha conducido a la misma. La quiebra de un modelo insostenible basado en la concesión de créditos hipotecarios a bajo interés, avalados por el sobreprecio de las viviendas, y el sobreendeudamiento de la población se hizo visible en la contracción del crédito bancario, la quiebra de empresas, la pérdida masiva de empleos, y la disminución de ingresos del Estado. ¿Cómo es posible que un gobierno, teóricamente inspirado en principios socialdemócratas, como el de José Luis Rodríguez Zapatero, haya carecido de margen de maniobra para exigir resposabilidades a los causantes de este desastre y optara por su rescate cuando, de nuevo paradójicamente, la deuda pública constituye un suculento negocio cuya satisfacción exige recortes sociales? ¿Cómo no indignarse ante la obligación impuesta a la ciudadanía de pagar este desfalco mientras la banca, amparada por el FMI (Fondo Monetario Internacional), el BCE (Banco Central Europeo) y el Consejo Europeo vuelve a multiplicar beneficios, desvía cantidades multimillonarias a paraísos fiscales y, en términos proporcionales, declara a Hacienda menos ingresos que los procedentes de las rentas del trabajo, engrosando un fraude fiscal que, entre 2005 y 2008, ascendió a la astronómica cifra de 280.000 millones de euros?

Paralelamente, numerosos cargos públicos de los partidos mayoritarios, al aprovechar con creces las posibilidades ofrecidas por la lógica de la maximización del beneficio privado a cualquier precio, incrustaron el cáncer de la corrupción en la actividad política mediante concesiones fraudulentas de obras y servicios a determinados empresarios a cambio de favores y prebendas. Sin embargo, un atentado de esta magnitud a la salud democrática no ha impedido la presencia en las listas electorales, en especial de los partidos mayoritarios, de un número sustancial de imputados en este comportamiento delictivo.

A pesar de este contexto antisocial, en las altas esferas económico-financieras, políticas y mediáticas domina un consenso que eleva la austeridad de las cuentas públicas a la categoría de dogma indiscutible para salir de la crisis. ¿Indiscutible? No tanto, si tenemos en cuenta que el tan cacareado principio de austeridad forma parte, en la práctica, del recetario neoliberal: reducción del gasto público en su dimensión social, privatización de empresas y servicios públicos, facilidad para el despido de trabajadores, sistema fiscal favorable a las grandes fortunas.

Este panorama justifica por sí sólo que la "indignación", excluidada del actual sistema representativo, ocupe calles y plazas.

El compromiso derivado de la indignación debe demostrar que el progreso económico, político y humano sólo puede proceder de la justa distribución del poder y la riqueza, la satisfacción de los derechos individuales y colectivos, la representación equilibrada de la pluralidad social en las instituciones y la apertura de canales para la participación directa de la ciudadanía en los asuntos públicos. Existen medidas para llevar a la práctica estos objetivos: la recuperación del papel del Estado en la dinamización de la economía y la creación de empleo, el establecimiento de un sistema que grave las grandes fortunas y ponga a disposición de la sociedad los recursos procedentes del fraude fiscal, la creación de una banca pública que facilite el acceso al crédito de las pequeñas y medianas empresas, la investigación para la implantación de iniciativas novedosas como la Renta Básica de Ciudadanía, el impulso a las transferencias de recursos desde el gasto realmente superfluo (gasto militar, sobresueldos de la mayor parte de los representantes políticos, subvenciones desmesuradas a la Iglesia Católica...) a las necesidades sociales, el establecimiento de un salario ético para los representantes públicos, la erradicación de la corrupción política, la implantación de una normativa electoral que garantice una representatividad real de la ciudadanía, la elaboración de criterios éticos en los medios de comunicación... Es cierto que la reciente victoria electoral de los delegados naturales del neoliberalismo supone un serio revés a estas aspiraciones, pero el tiempo histórico pondrá en evidencia que una democracia real no sólo es posible sino necesaria.