La cruda noche de enero era mágica. La luna se alzaba quieta en la paz del cielo. Quién no ha mirado alguna vez el horizonte rojizo en la noche de Reyes, como si quisiéramos ver descender a sus majestades por una senda luminaria salpicada de estrellas. Quién no cierra los ojos por un instante y ve, tras la cortina carnosa que apaga el iris, la imagen de cuando éramos niños, atemorizados en la oscura habitación, desvelados en la espera. Ya de adultos, se crea sus propias ilusiones en un ejercicio retrospectivo a nuestros jardines perdidos, porque, a quién no le gustaría volver a ser niño por un momento y gozar de aquel candor e inocencia; de aquella caricia, de aquellos besos maternales.

No había transcurrido hora y media desde que la dejé. Miré el reloj. Las doce. Algo en mi interior me decía que todo había acabado. Hacía frío. No me di cuenta de que iba en pijama. Crucé el semáforo que separaba su casa de la mía, pensando que los papeles habían cambiado. Como cuando mi despertar a media noche, siendo niña, la desvelaba mis miedos. Ahora era yo quien acudía a sus temores. Mi madre era ahora mi niña. Me había convertido en madre de mis hijos y en madre de mi madre.

Más frío sentí, como una sacudida de témpano, camino del dormitorio, al notar que algo me traspasaba el alma con sus gélidas sombras. Me acerqué a la cabecera de la cama y le cogí la cabeza. Mamá, ¿mamá? Pronuncié esas palabras sin ser consciente de que sería la última vez que se las diría.

Estaba tan guapa, tan viva y tan caliente, que no parecía muerta. La miré con ternura y le susurré al oído lo mucho que la quería. Le di las gracias por mi vida regalada y me acosté a su lado para sentir su calidez. Mi cuerpo, junto a su cuerpo, se fue diluyendo hasta hacerse ingrávido, añorando su vientre.

Supongo que mi madre escucharía lo que sucedía a su alrededor en esos momentos dolorosos. Eso dicen. Cerré los ojos y surgieron imágenes en blanco y negro. Daba comienzo mi luto y mi pena. En unas, cogida de su mano por la calle Mayor camino de la Mallorquina. En otras, camino del cine Ideal. O quemando azúcar para hacernos caramelos, maravillada de ver cómo aquella pasta ardiente color ámbar, de olor inmortal, sabía tan dulce como mi madre. Y de paseo por la Explanada, cogida de su mano, con ese aroma a jazmín y a manzana asada cubierta de rojo azucarado. Y tantas, tantas noches esperando la despedida, con el último beso del día, de mi madre.

Después vino el llanto a inundarlo todo, cuando la realidad, cubierta de crueldad, cobardía, ingratitud, materialismo y abandono anegó la habitación con la déspota e implacable soberbia del pródigo. Pero a ella ya no le importaba. Ya no. Ya no acudirían las lágrimas a sus ojos por ausencias.

La ilusión de esa noche le pertenecía, al menos eso pensaba. Nunca llegó a destapar sus regalos escondidos en el armario. Tampoco se percató de los tres mantos fúnebres que le robaron la vida. Dormía. Ellos se llevaron mi mejor regalo. Y mi madre, como la madre de quienes perdemos a quien nos dio el ser, seguiremos acordándonos de ellas todos los días. Este día más. Hasta el punto de que, siendo madre, no significa nada para mí, si la mía ya no está conmigo. Mamá, toma mi recuerdo, es mi regalo en este día dedicado a las madres.

A mi madre.