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Amigos de la música

La semana pasada, en el teatro Calderón, estuve en un si es no es de padecer el síndrome de Stendhal. Ya saben, ese subidón de placer estético que te pone en trance de sudoración, taquicardia y aún de desmayo. Dicen que al genial escritor le agarró el jamacuco en su visita a Florencia, saliendo de la basílica de la Santa Cruz y que por poco la palma. Viene a ser algo así como nuestro sureño «tié un arte que no se pué aguantá», pero por lo fino.

Bien, estuve de concierto, como digo, invitado por esas almas caritativas que tantas y tan buenas mercedes le hacen a este tosco espíritu, que son los Amigos de la Música de Alcoy. Es muy de agradecer el empeño, el esfuerzo que le ponen para conseguir que esta ciudad esté en cuanto a conciertos se refiere, a la altura (si no por encima) de las grandes. Mil gracias y otras tantas por desasnarme musicalmente con tanto altruismo como perseverancia.

Se rendía un homenaje a la gran Teresa Berganza, al que lamentablemente no pudo asistir por motivos de salud. La Orquesta de Valencia, ángeles de viento y cuerda, interpretaron piezas escogidas del XIX francés, dirigidos por Jordi Bernàcer. Jordi amasa el aire con las manos con elegancia, y lo corta con la batuta con precisión de escalpelo. No creo que me aleje mucho de la realidad si digo que Jordi Bernàcer lleva la humildad en su levita. Su actuación se alejaba bastante de los aspavientos, tics, sacudidas, convulsiones e histrionismos de los que van de divos, siéndolo o no. Un placer estético y un dechado de contención. Recuerdo con especial emoción un momento del concierto. El final de una de las piezas. La batuta del director descendía con asombrosa lentitud, como si levitara. La orquesta le obedecía haciendo caso al tempo de una crisálida que rompe. Todo se apagaba morosamente. Hasta que la música llegó a tocar el silencio con los dedos y el silencio, la línea del horizonte de la nada. Sublime.

La mezzosoprano María José Montiel, junco y lirio, se dirigía a sí misma con sus gestos, delicados, nada sobreactuados y con sus manos, cenizas sobre mármol. La mediatinta de su voz tenía tanta profundidad que podía escucharse en cualquier rincón del teatro, mantenida y solemne como un arpa de hierba. Sus agudos, pura mística, eran de una limpieza que sobrecogían. Un templo consagrado en unas cuerdas bucales donde el respetable comulgaba entre el asombro y la unción.

Salí de allí (creo que a todos los asistentes les pasaba lo mismo) con la sensación de que me había pasado por encima una apisonadora, una dulce apisonadora de belleza, sentido y sensibilidad.

Reitero mi gratitud a la Asociación Amigos de la Música (saludos Miguel y Alfonso). Mucha salud para seguir haciendo tan grandes obras. Mucho ánimo para seguir acercando por estos lares, cabalgando sobre el Barranc del Cint, la belleza de los pentagramas, la octava melancolía de las corcheas.

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