Eran las nueve y veinte y había -¡por fin!- llovido un poco sobre València. El pavimento estaba mojado y su carácter marmóreo y desigual ayudó a que el Conseller -o sea, yo- diera un resbalón, porque un resbalón cualquiera lo da en la vida, y aterrizara de emergencia sobre piedra y barro, mezcla adecuada para dar título a un tango pero nociva para huesos, músculos y ligamentos. Paré el golpe con el brazo izquierdo -no es preciso abundar en bromas ideológicas- a resultas de lo cual el húmero tuvo a bien descomponerse y hacerse dos cuando fue siempre uno. Doy fe de que un húmero roto, en el hombro, duele. Mucho. Y allí fue luego lo que suelen ser estas cosas: intensa solidaridad de vecinos y viandantes, ayuda de compañeros y magnífica y amable actuación del personal sanitario del Centro de la calle Juan Lloréns. Resumiendo: nada de escayola ni vendas, inmovilización, días por delante de quietud y una revolución terrorista en mi agenda. Los detalles me los dejo, que ya veremos lo que me queda de jaleo y mal llamado reposo.

Me siento, aproximadamente, una cuarta parte de mí mismo, lo que no es satisfactorio, ni siquiera como modelo metafórico, pues si una cosa es dirigir una Conselleria que tiene por bandera impedir que los políticos metan la mano donde no deben, otra bien distinta es verme privado, de golpe y porrazo, del uso de una buena mano izquierda para el avance de la transparencia y otros valores. Porque trabajar, trabajo, pero sin salir de mi chabolo familiar, que diría un afamado antecesor. Mi vida de Conseller ha prescindido del glamour del protocolo, pero no de la incandescencia de las conversaciones en móvil, lo que repercute en los nervios de los directivos de la Conselleria. Porque un Conseller, si está consciente, no puede, metafísicamente, «estar de baja», pero sí compelido a una suerte de cariñoso arresto domiciliario. No sé lo que chillará Isabel Bonig de esta teoría, pero en realidad no importa: para ella todo lo que no sea un gobierno de la derecha es una epidemia, un Halloween pecaminoso. Ante esa actitud existencial no tengo ningún as en la manga, ni en el cabestrillo.

Desde que soy Conseller he dado en descreer de algunos padres del pensamiento político, pero otros han ganado en mi consideración. Así, Maquiavelo. Y no por teorizar la inevitabilidad de algún exceso de los poderosos, sino por recordar que el político ha de contar siempre con la Fortuna. En realidad ello puede reformularse, con Graham Greene, como el peso invisible pero brutal del factor humano. Si alguna ver escribiera mis amnesias políticas el acento estaría ahí, en el Dios de las pequeñas cosas que tanto tuerce comportamientos, aflige al mundo con sus manías o dispone accidentes que trastocan planes. Es una lástima que en la extraña nómina de puestos funcionariales haya desaparecido aquel esclavo que, subido en la cuadriga del General en Triunfo, mientras entraba en Roma sujetándole la corona votiva, le repetía «recuerda que eres humano». La verdad es que, en mi caso, tampoco el mundo y sus circunstancias sufrirán mucho con mi relativa ausencia. Esto lo digo sin melancolía. Más bien lo afirmo con optimismo: en esta época de salvadores instantáneos e instintivos de la democracia, de líderes del narcisismo en red, es muy satisfactorio apreciar que la estructura fría de las instituciones puede funcionar con el jefe en situación precaria, acogido al deseo de que su mano izquierda no se entere de lo que hace su mano derecha. ¿O era al revés? Da igual: la democracia soporta estas cosas. Y mucho más.

También es posible que estas reflexiones se puedan hacer, precisamente, desde un Gobierno que no llegó para poner escayolas, pero que aprende cada día lo utilísimo que es para la humanidad valenciana no confundir la épica con la hípica, y que la Fortuna, que según Maquiavelo ama a los capitanes valientes, ya no es lo que era. De hecho, últimamente muestra especial afición por los costureros del presupuestos, los pacientes subsanadores de un legado de fracturas, de la imaginación y la lucha cotidiana contra el desánimo, la deuda, el déficit o el FLA. Un jardín botánico, como resultado, debe ser tan útil como bello; pero sólo lo será con la aplicación de la ciencia y la paciencia de humildes jardineros.

A estas meditaciones me entrego, mientras mi lado friki se alimenta escuchando viejas grabaciones de zarzuelas o indagando, a la hora bruja de un analgésico, lo que programan las televisiones en la madrugada de una España llena de fisuras. Es una forma rara de participar en la gobernación. A ver hasta donde llego. O sea, que expreso aquí mi agradecimiento a todos y todas los que os interesáis por el futuro de mi escasa musculatura. Sólo puedo prometeros que en los principios básicos, que sólo arraigan con el sano escepticismo de la edad, no daré mi brazo a torcer.