La Plaza Mayor de Salamanca, coloso churrigueresco, está profusamente adornada con relieves en piedra de Villamayor, uno por arcada. Los relieves representan a personajes, personajillos, prohombres, reyes, obispillos, intelectuales y demás fauna fantasmal del pasado que dejaron algo para la historia, para la fetén y para la que se escribió con renglones torcidos y aún con sangre inocente. De Unamuno a Pedro I el Cruel (que, a juzgar por el alias, otro que debió ser un cabroncete de mucho cuidado), de los Reyes Católicos al rey campechano, de Cervantes a Hernán Cortés, de Felipe II a Franco. Este último fue ordenado esculpir por el mismo generalote para loarse a sí mismo y reverenciarse. Los condotieros siempre tuvieron un muy alto concepto de sí mismos y de su imagen.

Como quiera que el Ayuntamiento de Salamanca se pase por el forro de las turmas la ley de memoria histórica (imaginan ya quién gobierna la muy docta y culta Salamanca, ¿no?) mantiene en su tondo al sátrapa un año tras otro. Pues un año tras otro, coincidiendo con el 20 de noviembre, alguien le estampa en la jeró un huevo lleno de pintura roja. Claro, a golpe de limpiezas y raspaduras, la piedra va perdiendo volumen y lustre y el dictador cada vez va estando más deslucido y esmirriado. Este año, el ayuntamiento, cansado de tanta tropelía y de que le dejen al caudillo hecho unos zorros, en lugar de cumplir con la ley y retirarlo, le ha puesto una caja de metacrilato para blindarlo. Sí, a estas alturas se sigue blindando a los felones y protegiendo a la sinrazón. Muy cerca de ese medallón hay una cafetería histórica, y de rancio sabor literario, el Café Novelty. Tengo entendido que no hubo un solo escritor de la generación del noventa y ocho que no pasara por el Novelty a echarse unas tertulias y un cafetito con perrunillas. El que sí era un asiduo era don Gonzalo Torrente Ballester, ilustre salmantino de adopción (en la ilustración), no en vano ocupa el sitio que ocupaba en vida en forma de escultura en bronce. Pues ahí queda la propuesta. No estaría de más cambiar a un golpista por un escritor. Salamanca haría un poco más honor a su condición de capital europea de la cultura.

Hay veces que me pongo a pensar (aún a riesgo de hacerme daño en los lóbulos) y no acabo de ver solución para esta sociedad desquiciada y esquizoide. Tenemos cerca el último devastador galope del caballo rojo y siguen poniéndole velas y diciéndole misas a su jinete. Este es uno de los pocos países en los que se siguen manteniendo monumentos y homenajeando a sus propios asesinos y votando a los que los meten en altares y hornacinas. Este es uno de los pocos países que sigue sesteando a la sombra de Caín, que olvida que, no hace nada, los hermanos se apaleaban entre sí y no precisamente con la quijada de un burro, gracias a un levantamiento y a un señor bajito con panza abacial y voz de flauta. Hay paisanos que no acaban de entender que las guerras destrozan, que los dictadores embaucan y desecan la libertad, que no hay que olvidar los antiguos, sangrientos, estúpidos regímenes, pero no para añorarlos como pobres bestezuelas descerebradas o poseídas por el fanatismo sino para no repetirlos.

Como quiera que todo se pegue, que también me esté volviendo desquiciado y esquizoide y a anacrónico no me gane nadie, pues ¡que viva Felipe II, el preste Juan de las Indias, los calzones soberanos de Isabel la Católica y el suspensorio testicular de Felipe el Hermoso, qué carajo!