Gran parte del conflicto que se ha vivido recientemente en Callosa de Segura, y que ha ocupado portadas y noticias en clave casi costumbrista, tiene que ver con un problema anterior y mucho más de fondo: el nulo impulso político y la consiguiente incomprensión, cuando no rechazo, que genera la cuestión de la memoria democrática en nuestro país.

La memoria democrática tiene el objetivo de que, como sociedad, conozcamos y superemos lo peor de nuestro pasado, de forma que bajo los principios de verdad, justicia y reparación, este pasado no vuelva a repetirse y podamos avanzar en la construcción de una sociedad fundamentada en pilares verdaderamente democráticos. Debido a esto, como tantas otras cuestiones, no es ni siquiera una cuestión de izquierdas ni de derechas, ya que tiene que ver con cuestiones previas relacionadas con cumplir los derechos humanos más básicos, fundamentales para que nuestra democracia pueda ser completa y requisito para que el debate democrático pueda producirse.

La cuestión no puede ser mostrada, por tanto, entre «falangistas e izquierdistas» como se plantea desde algunos lugares, ya que esta forma de presentar la situación, amén de simplificarla, reproduce el conflicto en el marco de «las dos Españas/Callosas»: un enfrentamiento «cainita» que iguala a los que defienden los derechos humanos contra quienes los condenan y que, sobre todo, reproduce esa visión de la memoria democrática como algo accesorio que sólo divide y trae problemas. Esta falta de impulso político, condenada en sucesivas ocasiones por organismos internacionales como la ONU o Amnistía internacional, se comprende a partir de ese marco explicativo de nuestra historia reciente donde se llega a un «consenso» pero dependiente de ciertas cuestiones que no se pueden siquiera debatir como correspondería a una democracia asentada como -debiera ser- la nuestra: la Constitución, la cuestión territorial, la monarquía y la propia memoria, entre otras. Así el Partido Popular, que podría usar la defensa de la memoria democrática para poner tierra de por medio entre sus orígenes y mostrar cierta «regeneración» que la ciudadanía ha venido demandando, incumple sistemáticamente la legalidad y se vanagloria en público de no dedicarle recursos a esta cuestión; igualmente, partidos que se llaman «nuevos» como Ciudadanos y que podrían hacer uso de este compromiso como forma de mostrar renovación con respecto a «lo viejo», alejándose de ello y vinculando la defensa de la memoria democrática a un futuro común, siguen reproduciendo estos marcos de la llamada cultura de la transición.

Desarrollar y hacer cumplir estos principios, por supuesto, exige debate, mediación y dialogo, pero cualquier diálogo, mediación y debate debe plantearse desde el límite del respeto a los derechos humanos, que en este caso implica cumplir la ley de memoria histórica aprobada ya en 2007. Los que defienden de buena fe la no retirada de la cruz, ya sea por motivos religiosos o por ser un elemento más de su vida cotidiana -que son la inmensa mayoría- tienen una oportunidad para, por un lado entender la deuda de nuestro país y nuestro pueblo con estas cuestiones y su importancia democrática, llegando a un acuerdo entre las opciones dentro del marco de respeto a los derechos humanos; y, por otro, denunciar la utilización que se está haciendo tanto desde el Partido Popular al negarse antes y ahora a cumplir la ley, como desde otros grupos en blanco y negro que defienden posturas que no tienen cabida ni en nuestro pueblo ni en nuestro sistema democrático y que nos han convertido, lamentablemente, en noticia. No obstante las situaciones de tensión, creo que se ha generado esta oportunidad para que reflexionemos como sociedad y como pueblo lo que significa la memoria democrática y el peligro de dar alas a lo peor de nuestra historia, que sólo con un compromiso firme con los derechos humanos conseguiremos no repetir, construyendo así una democracia plena. Igualmente, creo que algunos actores políticos -no exclusivamente partidos- están perdiendo sistemáticamente la oportunidad de, no sólo mostrar este compromiso con la higiene democrática y los derechos humanos, sino de tomar decisiones desde la altura política, tan alabada cuando se habla de la transición y el pasado, mostrando esos signos de renovación que nuestra ciudadanía reclama y nuestro país necesita. Afortunadamente, aun con la actuación irresponsable de algunos, parece que se ha llegado a un acuerdo que dará una salida a la situación en el marco de la legalidad y el respeto a la democracia, sin embargo, la cuestión de la memoria democrática sigue siendo algo que nos interpela como sociedad y cuyas deudas deberemos ir saldando para avanzar como país y como pueblo.