Vesta y capirote negros, cíngulo rojo y escudo bordado de la cofradía, todo elaborado por don Tomás Valcárcel en su taller sastrería. A la edad de siete años tuvo lugar mi bautizo procesional. Agarrado a la mano de mi hermano subíamos las escalinatas de Santa María, para seguir ascendiendo por el barrio hasta llegar a la plaza de la Ermita. Allí Alfonso me dejaba a cargo de uno de los hermanos mayores, y buscaba a sus amigos para perderse en la marea negra, que debido a mí impúber estatura, configuraban los cofrades en sus constantes idas y venidas. Impresionado y emocionado por el gentío que me rodeaba, por el amortiguado sonido del frufrú de las vestas al roce del caminar de nazarenos todavía descubiertos, por las notas discordantes de las bandas ensayando las marchas, por el rumor de las conversaciones, mi corazón se encogía en un profundo respeto por todo lo que ante mi acontecía como anhelada novedad. Para calmar los nervios, que afloraban cada vez que escuchaba alguna voz adulta decir aquello de preparados que salimos, removía con frenesí los caramelos, que mi madre había colocado en una faltriquera atada a mi cintura, y que con posterioridad, en el desfile procesional, repartiría entre los asistentes, sobre todo entre aquellos más pequeños, los de mi edad. Sentirse importante por primera vez en tu vida, en el recuerdo una vaga sensación de principio de orgullo que con los años se iría forjando en júbilo de pertenencia a la cofradía más representativa de la ciudad, la más popular.

Con los ojos como única muestra del rostro, descendiendo las escalinatas de Santa Cruz, a la vez que intentaba mantener en posición el hachón y conservar el orden en la fila de nazarenos que precedían a los pasos, el Descendimiento y el Cristo de la Fe, que atisbaba en lejanía, procuraba cuidar la compostura mientras repartía con avidez de principiante los caramelos, que al inicio de la Rambla, se habían reducido a la mínima expresión. Cansado y henchido de fervor, justo en la puerta de San Nicolás, mis padres me recogían, evitándome la subida hasta la Ermita, donde años más tarde concluiría la procesión con los demás cofrades. Fueron años, desde la más tierna infancia, en los que el miércoles santo se convertía en una fecha señalada en el calendario personal. Santa Cruz la Ermita, Santa Cruz la procesión, Santa Cruz el barrio, fueron adquiriendo una importancia vital en mi existencia, en el recorrido de niño a hombre, esos tres conceptos impregnaron mi personalidad como la de tantos otros alicantinos, que nacidos y criados en su ciudad han rezado, han desfilado y han bebido al resguardo de la Santa Cruz, de su procesión, de su barrio. Desde la inclinada calle Labradores, con los mesones como pórtico de la amistad, hasta la atalaya del recogimiento en la Ermita.

Tardes soleadas que realzaban las flores multicolores de los pasos, las bellas caras de las manolas y los brillantes instrumentos de los músicos. Tardes que se iban recogiendo en el principio del crepúsculo, dando paso a profusión de saetas que desde balcones situados en el recorrido procesional glorifican a Cristo y a su madre. Jaculatorias que desde el cante flamenco salen de gargantas atipladas o graves para rendir homenaje a las imágenes que portan los costaleros. Cofrades éstos, que si son en cualquier desfile procesional preeminentes en el atractivo popular o religioso, lo son, si cabe, todavía más en el arriesgado descenso de los tronos desde la Ermita de Santa Cruz. La extrema dificultad que ofrecen las callejuelas empinadas del barrio, que hacen que la oscilación del paso contenga las respiraciones de la muchedumbre agolpada en derredor, dan un valor añadido al esfuerzo de mujeres y hombres que portan en sus hombros las imágenes de los cuatro pasos, con la posterior incorporación de la Virgen de los Dolores y el Cristo de Medinaceli, hasta el centro de la ciudad, para en un último esfuerzo subirlos de nuevo a la Ermita.

Santa Cruz, la de los cofrades, la de los alicantinos, la de los visitantes, que todos con emoción contenida o alborozo moderado, contemplan la belleza sin par de una procesión única, de la que nos sentimos orgullosos todos y cada uno de los que en Alicante vivimos, Hermandad que miman y comandan con devoción la familia Riquelme. Pasión de una tradición que transciende lo meramente religioso para fundirse con lo popular. Sentires, cantares, olores, que se mezclan en la Semana Santa alicantina para una y otra vez conquistar el alma de la ciudad.