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El tahúr llegó a santo

Vi en televisión el ceremonial de canonización del presidente Suárez, que es el destino que aguarda a quienes han sido despedazados en vida por algunas buenas obras que hicieron „o intentaron hacer„ en beneficio del común. El féretro se instaló en una sala del Congreso y allí pasaron a dar la cabezada el rey, tres expresidentes del Gobierno y el conjunto de la clase política. Todos compungidos y la mayoría de luto. Luego del pésame oficial, se abrió la puerta al público y comenzó un desfile interminable de gente, que nos recordó aquella otra fila abrumadora ante el cadáver de Franco.

Madrid es el sitio ideal para organizar espectáculos de masas y siempre hay un millón de personas (al menos eso refleja la prensa) dispuestas a protagonizarlos y jalear lo que sea. Hubo un millón de personas en la plaza de Oriente para apoyar al general ferrolano cuando el boicot diplomático internacional a la dictadura, otro millón en las calles para recibir a Eisenhower cuando pusimos el país al servicio de la potencia imperial, el mismo millón en el entierro de Tierno Galván, el mejor alcalde de Madrid después de Carlos III. Y un millón, o una cifra muy parecida, para defender la democracia después del intento de golpe de estado de Tejero, protestar contra la guerra de Irak, o repudiar el terrorismo tras los atentados del 11M.

Cada poco, hay un millón de manifestantes en las calles y plazas de Madrid. La preocupación de nuestras élites por el desprestigio del conjunto de la clase política nos ha llevado a convertir los funerales por Suárez en una patética reivindicación de los buenos tiempos del pasado, que al parecer son los del espíritu de la transición cuando reinaba el altruismo y la concordia.

«Todos deberíamos recuperar los valores del consenso y de la unidad», se oye decir. Viendo a toda aquella tropa compungida tuve la sensación, quizás engañosa, de que pretendían con ese acto de contrición hacerse perdonar los muchos pecados que vienen cometiendo desde hace años y apropiarse de las virtudes del fallecido, como si fueran gente de su misma sangre. La disputa por el legado de san Adolfo Suárez y los valores recobrados de la Santa Transición no acaba más que empezar. El rey, que según el escritor Gregorio Morán, «lo trató al final como a un perro», le concedió a título póstumo el Toisón de Oro y compareció en televisión para dar un dolorido mensaje de pésame.

Y no tardaremos en observar cómo desde el partido del señor Rajoy se reivindica su memoria como pariente político próximo de la derecha gobernante. Algo parecido a lo que quiso hacer Aznar con Azaña, salvando las distancias. En mi opinión, el mérito principal de Adolfo Suárez consistió en ceder parcelas de poder y repartir juego. A Alfonso Guerra, siempre mordaz, le atribuyen haberle llamado «tahúr del Misisipi». Ahora, es uno más de los que se vuelcan en elogiarle.

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