Hoy es el día de la Concordia, el aniversario de la Constitución. Se cumple el 36 aniversario de la Constitución, conocida como de la Concordia. El 6 de diciembre de 1978 ratificaba el pueblo español en referéndum la Constitución Española, aprobada por las Cortes en sesiones plenarias del Congreso de los Diputados y del Senado celebradas el 31 de octubre de 1978. El Rey la sancionaría ante Las Cortes el 27 de diciembre de 1978.

Si por un momento nos trasladáramos a los primeros años de la España de esa década de los 70, el Estado de Derecho era una entelequia. La muerte del general Franco abre las puertas a su restauración. Y a la instauración de un régimen democrático. Y el rey Juan Carlos en la Jefatura del Estado designa a Adolfo Suárez primer presidente de la transición, que va a dirigir, asistido de Alfonso Osorio y Fernández Miranda, siempre bajo la mirada animosa del Rey, la transformación de España. Y se celebran, por fin, las primeras elecciones libres. La Unión de Centro Democrático gana las elecciones. Como le gustaba decir al inolvidable presidente Suárez, iba a cambiar todas las instalaciones del edificio/Estado sin que se resintiesen la cimentación y las paredes maestras. Y el pueblo elige a sus representantes. Y comienza una tarea ilusionante y ansiada. La expectación es impresionante. El Parlamento va a recibir a vencedores y vencidos con el claro propósito de cerrar las heridas lacerantes de una incruenta Guerra Civil. Es el primer día de sesión parlamentaria de las Cortes. Vemos entrar por el pasillo hacia el hemiciclo a Dolores Ibarruri, toda de negro, con vestido largo y cofia blanca, de andar pausado y majestuoso, acompañada de nuestra diputada de Alicante Pilar Bravo. Ya están en su interior Santiago Carrillo, Manuel Fraga, López Rodó y Gregorio López Bravo sentados en su zona designada. Están Jordi Pujol, Heribert Barrera y Javier Arzalluz, entonces representantes del nacionalismo dialogante; Felipe González, Alfonso Guerra, Enrique Tierno Galván y un largo etcétera del socialismo en auge. Marcelino Camacho y Nicolás Redondo Urbieta, dos pesos pesados del sindicalismo no podían faltar. Los notables de la UCD se incorporan prestos: Landelino Lavilla, Iñigo Cavero, Joaquín Garrigues Walquer, Fernández Ordóñez y con ellos, entre otros notables, una gran cantidad de diputados y diputadas jóvenes y primerizos en estas lides. Esta sesión nunca se nos borrará de la memoria a ninguno de los que tuvimos el honor de ser elegidos, asistir y ser testigos silentes de aquel momento de la historia reciente de España que iba a forjar un proyecto común, que hoy, 36 años después, constatamos ha funcionado.

Se iban a combinar experiencias -Azorín en su Historia de España, refiere que «lo más culto de la vida no es la ciencia sino la experiencia»- y juventud, dinamismo y afán de crear una España pujante, respetada y libre.

Y comienza una ardua tarea: redactar, entre todos, una nueva Constitución. La UCD había ganado las elecciones, pero la responsabilidad para crear una España nueva era de todos. Y así, sin texto previo, se empieza línea a línea, artículo a artículo, esa deseada e ilusionante tarea de redactar una Constitución para todos los españoles. Nacía de cero e iba hacia el infinito, con vocación de permanencia. Unos diputados, los ponentes, en su Comisión y otros, a través de nuestros respectivos partidos, aportábamos ideas y creencias y vivencias. Se empezó, como dice Machado, haciendo camino al andar, sesión a sesión. Y a veces surgían obstáculos ideológicos que ralentizaban su marcha. Fernando Abril Martorell y Alfonso Guerra desentrañaban y deshacían atascos, a la vista de todos, en los mismos pasillos del Congreso, conocidos, cariñosamente, como la «M-30».

El frontispicio será la proclamación de valores: libertad, justicia, igualdad y pluralismo político y la declaración nuclear: «la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles».

Y se empiezan a desgranar derechos en el blanco papel: la dignidad de las personas, el libre desarrollo de la personalidad, a la vida, a la libertad y a la seguridad, al honor, a la intimidad personal, a la inviolabilidad del domicilio y se garantiza el secreto de las comunicaciones y el derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones, a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión. El derecho a reunión pacífica, a asociación, a la participación en los asuntos públicos, y se establece la tutela efectiva de los jueces y tribunales y la presunción de inocencia y un largo etcétera.

Y esa nueva e ilusionante España que se estaba construyendo residencia su soberanía e independencia en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado y proclama que los españoles tienen el derecho y el deber de defenderla y concede a «las Fuerzas Armadas» la «misión de garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional».

Pero también la Constitución «reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». Y le dedica todo su Título VIII a la Organización Territorial del Estado, garantizando «la realización efectiva del principio de solidaridad» y «velando por el establecimiento de un equilibrio económico» sin que se permita en los Estatutos de las distintas Comunidades Autonómicas, respecto a las otras, «privilegios económicos o sociales». Que sigue siendo, todavía, la asignatura pendiente a desarrollar y concretar mediante una Ley Orgánica.

Con ese marco constitucional, han gobernado la UCD, el PSOE, el PP, el PSOE y el PP, en una alternancia quieta y pacífica. Y España ha progresado, con logros espectaculares. Esta España apenas se parece a la de los primeros años de la década de los años 70, aunque los valores indelebles del ser y sentirse español, siempre permanecieran.

Pero, es verdad que la Constitución no ha impedido que afloraran demonios tan españoles como la corrupción y los nacionalismos endémicos. Y un paro evidente. A pesar de que proclama la Constitución que «todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo», no se ha conseguido. Pero los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y los Tribunales de Justicia han funcionado. Y la crisis amaina y aumenta el nivel de ocupación, aunque nos inquieta su pausada -desesperante- marcha.

Y no podemos olvidar que con esta Constitución el pueblo soberano en este largo periodo y en momento claves, tuvo una presencia significativa. Para salir de la crisis da la mayoría absoluta a Mariano Rajoy y a su partido, o cuando para consolidar el Estado de Derecho, después del fallido golpe de estado del 23 F, se la otorgó a Felipe González y a su partido y la reitera a José María Aznar para entrar en el euro en los vagones de cabeza. Ahora se quiere subvertir, olvidando el respeto debido a la voluntad popular, ese mandato con lo técnica que los lingüistas llaman «nivel de redundancia» que consiste en «repetir las cosas desde distintas perspectivas para intentar cambiarlas». Tiene que reconocerse paladinamente que en esas tres ocasiones el pueblo soberano acertó y se confirma el aforismo, que me gusta citar, del democristiano Maritain: «Solo el pueblo salva al pueblo».

Hoy levantaré mi copa por la Constitución del humanismo, la libertad, la tolerancia y la concordia, junto a su monumento (el belén) en la Rambla de Méndez Núñez de Alicante, con el deseo de que siga teniendo una larga vida. Compartiré mi brindis con los que a las doce de la mañana estén allí para homenajearla y recordarla.