La deslealtad de gran parte de los políticos catalanes y la mezcla entre consentimiento y limbo en el que ha vivido la política española, han actuado de germen de la crisis política que vive España. Muchas lecciones tenemos que sacar. Inevitablemente, que la educación cívica y democrática, el amor a la patria, el conocimiento de su historia en los aspectos más relevantes, el conocimiento de los instrumentos institucionales (Estado de Derecho, Justicia o división de Poderes), son elementos vitales que deben aprenderse y regarse diariamente.

Así, habría sido de lenguaje común para cada generación la valoración sobre la Constitución de 1978 como uno de los monumentos jurídicos y políticos más importantes de la historia de España, basada en el entendimiento y el sincero perdón mutuo de un país, tradicionalmente dividido, al menos en dos partes, que nos ha servido de marco político-jurídico, con sus imperfecciones, para un altísimo grado de libertades, autonomía institucional e inserción en el mundo democrático internacional, especialmente el europeo. Desde hace siglos, los demócratas del mundo saben que sus instituciones se enseñan y se transmiten porque las han conquistado con gran dificultad, pero también saben que pueden perderse en un instante si no forman parte intrínseca del pueblo que las ama y las defiende.

Ante nuestro abandono pedagógico de la democracia, y especialmente en la década de crisis económica, los nacionalistas catalanes resucitaron para sus fines una España franquista, que murió hace cuarenta años y los nuevos movimientos populistas inventaron la infamia de una Constitución de 1978 hija de la dictadura, que debía sustituirse por una nueva voluntad popular que nada quiere saber con el Estado de Derecho, que es acusada de ser un instrumento del capitalismo neoliberal que debe dar paso al verdadero poder del pueblo. La democracia representativa, que es la causa de todos los males, debe, según estos movimientos, dejar paso a la democracia directa porque no les interesa una ciudadanía ilustrada, conocedora y apasionada con el verdadero valor de cada una de las Instituciones de la democracia.

Hay que empezar de nuevo algunos de los instrumentos democráticos que elaboramos en 1978 y, tomando algunas de las conclusiones del ciclo «España 40-40», podemos señalar varias de las cuestiones que, a partir de ahora, tras esta enorme y dolorosa lección catalana, debemos cuidar. Una importante reflexión nos la aporta Manuel Valls, ex primer ministro de Francia, de origen español, que nos anima a contestar a la pregunta: ¿qué es hoy ser español?, lo que nos obligaría a «hablar de patria», porque, afirma, todos los países sufren hoy de una crisis de identidad cultural, por la globalización, por la crisis política, las redes sociales, el problema de los refugiados. Todo eso nos obliga a preguntarnos sobre lo que somos actualmente y España no ha contestado a esa pregunta y es el momento de hacerlo.

Otra cuestión relevante, a mi juicio, es que «Hay que facilitar que la gente se meta en política», como ha propuesto como solución Moisés Naim, analista político. «Los partidos son vistos como el hábitat de los oportunistas y los corruptos», ha descrito. «Hay que revertirlo», ha pedido. «Tienen que volver a ser el lugar de quienes quieren cambiar el mundo. No es posible la democracia sin fortalecer los partidos políticos». Y tiene razón, porque si la Constitución de 1978 fue posible es gracias a grandes políticos, clarividentes y generosos, capaces de entender que solo el entendimiento y la democracia podían ser los métodos más inteligentes para enfrentarse a los problemas presentes y futuros de los españoles.

Porque partidos y políticos no se improvisan. Parece evidente que, tras aparecer durante la Transición una improvisada clase política formada normalmente por personas solventes en todos los campos, no se cuidó en absoluto la creación de estructuras sólidas para la formación de partidos y políticos bien formados por vocación y conocimientos. Ese campo democrático tan abandonado se nutrirá progresivamente de políticos de escasa preparación. Por tanto, como afirma Naim, hay que crear nuevas condiciones para que gente capacitada y preparada se dedique a la vida política. Es una verdad incontestable que los nuevos retos democráticos exigen de la política densa, lo contrario será entregar el país a improvisadores y populistas.

La cuestión tiene una importancia muy relevante, hablamos de obras humanas y es mucho lo que se juega España en los próximos años, lo que no es compatible con organizaciones pétreas, monolíticas, dirigidas, única y exclusivamente, a alcanzar el poder sin otras consideraciones. Por eso los partidos tradicionales están en crisis, por eso cada vez tienen menos apoyos y, por eso, los nuevos movimientos, a pesar de que adolecen de las mismas patologías, han conseguido transmitir un mensaje regeneracionista con cierto éxito. Un partido político en el que todos piensan lo mismo y lo repiten acríticamente a pies juntillas, sin debate y sin contrastes, refleja una organización autista, incapaz de debatir. En este contexto no es de extrañar que formaciones que plantean, aunque sea demagógicamente y sin expresión real, nuevas fórmulas y más participación estén recibiendo apoyo popular mientras las estructuras tradicionales, en manos de dirigentes autistas, son incapaces de reconocer la realidad.

A menos democracia interna en los partidos menor preocupación de los dirigentes por la mejora de las condiciones de vida de la población. Por eso, qué importante es que se abran las ventanas de los partidos y entre el aire fresco de la realidad, de la competencia profesional, del compromiso social, de la búsqueda de soluciones reales a los problemas colectivos de la ciudadanía. Mientras estas organizaciones sigan férreamente cerradas en torno a liderazgos personales, la desafección irá en aumento y, consiguientemente, la desconfianza, hoy muy alta en España, hacia el sistema político seguirá creciendo exponencialmente, especialmente hacia sus élites y direcciones.

Si los partidos quieren que la gente preste más atención a los asuntos públicos, han de superar la perspectiva tecnocrática, hoy mayoritaria, y descender al ruedo, a la calle, a hablar realmente con la gente, a escuchar al pueblo y, sobre todo, a recuperar la dimensión humana en la solución de los problemas. Sobre todo, en un mundo en el que las ideologías cerradas han fracasado y en el que es menester colocar, con todas sus consecuencias, la dignidad del ser humano y sus derechos fundamentales como piedra angular del orden social, político y económico. Los partidos, que son tan importantes en la vida democrática, si quieren colaborar a esta tarea, han de hablar entre ellos para acordar reformas imprescindibles hoy.

Así se hizo la Transición y de ella nació esta Constitución de 1978, que nos ha facilitado cuarenta años de gran democracia y que guarda mecanismos para renovarla y mejorarla, si la política y los políticos están a su altura.