Hay que admitirlo con toda su dureza, aunque nos pese. Para millones de españoles, el oficio de político profesional viene acompañado de una vergonzante carga negativa, que lo acerca más a algunas variedades de delincuente que al noble concepto de padre de la patria. Esta desafección hacia el colectivo que rige los destinos del país se disparó durante la crisis de 2008, por la falta de sensibilidad de los partidos tradicionales ante el desastre económico y social que cayó sobre una ciudadanía totalmente desarmada; influyendo también el uso irresponsable de la demagogia por parte de formaciones populistas, que entraron en escena con la intención de rentabilizar la desesperación general y de hacer tabla rasa con todo. Al margen de este sentimiento coyuntural, este preocupante rechazo hacia los políticos hunde sus raíces en los viejos resabios heredados tras cuarenta años de franquismo. No hay que olvidar que una de las frases más citadas del dictador fue aquel consejo que le dio a un ministro excesivamente melindroso «haga como yo y no se meta en política», convirtiendo de un plumazo a todos los políticos de este mundo en bultos sospechosos.

Si se tienen en cuenta estos antecedentes, resulta difícil de explicar el multitudinario y sentido homenaje que ha recibido Alfredo Pérez Rubalcaba tras su inesperado fallecimiento. Estamos ante un hombre cuya trayectoria vital cumplió hasta el último requisito del perfil clásico de un político profesional y que a pesar de eso, ha recibido el reconocimiento de miles de españoles de todos los sectores ideológicos, que no han dudado en hacer horas de cola ante el Congreso de los Diputados para expresar públicamente sus condolencias por la pérdida. Esta sincera movilización cívica se vuelve más sorprendente si tenemos en cuenta que hablamos de un personaje que siempre se ha movido en la zona relativamente secundaria de los entresijos del poder y que nunca ha ocupado unos de esos cargos de primera fila (presidente o alcalde) que permiten establecer fuertes conexiones sentimentales con la ciudadanía.

Numerosos analistas coinciden en señalar que el tributo póstumo rendido a Rubalcaba es una especie de reconciliación de la sociedad con la política más tradicional, entendida como un servicio público en el que se mezclan con absoluta naturalidad los grandes conceptos y el posibilismo más práctico. Los retratos biográficos del dirigente socialista subrayan como virtudes cosas que hace muy poco tiempo serían consideradas defectos imperdonables y nos dibujan una figura compleja con muchas caras, en la que se combinan las zonas de luz con las de sombra, los triunfos incontestables con los sonoros fracasos; todo ello acompañado con la inevitable cuota de renuncias y contradicciones con la que ha de cargar cualquier persona que se meta en un mundo tan complicado como es el de la gestión pública. Tras soportar una sobredosis de retórica grandilocuente, de maximalismo y de épica de garrafón, las alabanzas casi unánimes a Rubalcaba tienen algo de regreso a la normalidad; de reconocimiento hacia una gente injustamente desprestigiada, que hizo lo que pudo para afrontar los grandes retos de un país y que en algunas ocasiones vio sus esfuerzos coronados por un éxito del que ahora nos beneficiamos todos.

Hay un cierto aire de nostalgia en todos estos panegíricos. Resultan inevitables las comparaciones con la clase política actual, metida en una endiablada dinámica de mensajes simples, de gestos superficiales y de acciones a corto plazo. Se llora por la desaparición de un político irrepetible de gran talla, pero se llora también por el convencimiento de que con unos cuantos tipos como Alfredo Pérez Rubalcaba, sabiamente distribuidos por los diferentes partidos del arco parlamentario, muchos de los problemas que atenazan hoy a España estarían ya resueltos.