No vale pasar página, llenar los WhatsApp de buenismo y reconfortarnos con ejercicios de solidaridad vacía. Lo que ha ocurrido era previsible, poco ha pasado para lo que podía haber sucedido. Era previsible porque forma parte de nuestro clima y su virulencia obedece en parte al progresivo calentamiento del planeta; también porque llevamos muchos años construyendo infraestructuras y urbanizaciones sin respetar los límites que nos pone la naturaleza, en un ejercicio donde se mezclan a partes iguales irresponsabilidad y corrupción institucional.

Debemos utilizar lo acaecido para tomar nota de dónde sí y dónde no se puede ocupar el terreno. Cegar ramblas, usarlas para aumentar la edificabilidad o para colocar los servicios que no aportan beneficios como parques, zonas deportivas o colegios bordea conductas que pueden calificarse de criminales. Con muy pocos kilómetros de separación hemos asistido a dos ejemplos de iniquidad: en uno el agua de varias ramblas ha arrasado instalaciones deportivas y ha provocado enormes daños en una urbanización por la sencilla razón de construirse sobre cauces de ramblas perfectamente conocidas que han sido obstaculizadas o desviadas. Algo más abajo el mismo comportamiento, pero felizmente parado gracias a la acción de muchos que nos opusimos a su realización, me refiero al intento de hacer la ciudad deportiva en medio de un paraje denominado el «ramblar»; los coches arrastrados cauce abajo dan muestra de la desvergüenza que amparaba esos actos y nos recuerda que no vale, como muchos vecinos decían «que hagan algo, donde sea, pero que hagan algo». No, ni dónde sea ni cómo sea. Detrás de esas actuaciones, aparentemente espontáneas, casi siempre hay un buen negocio para unos pocos. Las administraciones deben tomarse en serio las tareas de recuperación, reparación y ayuda, no obstante resulta vital valorar qué son núcleos consolidados, sobre los que debe prevalecer la restauración y aumento de las medidas de protección, respecto de infraestructuras o servicios accesorios, muchos de los cuales, lejos de rehacerse, deberán ser definitivamente eliminados para retornar en lo posible el espacio a su estado natural y habrá de buscarse nueva ubicación ajena a estos devenires. También tomar nota sobre la importancia de la vegetación, aunque no sea autóctona; la plaga de Tomicus que afectó a los pinos de la sierra de Orihuela no fue erradicada, entre otras razones, porque no tenían valor ecológico obviando la labor de protección que prestaban. Poco tiempo ha hecho falta para comprobar su función y el buen juicio de quienes decidieron plantarlos hace casi 70 años, entre ellos el tío de mi mujer. Por no hablar de la restauración del antiguo bosque de ribera con especies autóctonas que fijen motas, frenen la potencia del agua y reduzcan la presencia de cañas invasoras, sin contar con la belleza, mejora del microclima y aumento de la diversidad natural que supondría.

Por último, una reflexión sobre el urbanismo que queremos. ¿Deseamos seguir depredando suelo con alto valor ecológico como la Vega del Segura o consolidar las ciudades y pueblos, recuperando cascos históricos y modos más sostenibles de vida? Los políticos no están para contentar a todo el mundo ni para fastidiar a la mayoría como sugiere la opinión general que de ellos se tiene. Su liderazgo se mide en este tipo de decisiones, difíciles, en las que habrán de decir que no a muchas expectativas para trabajar en pos de un futuro más seguro, más sostenible y próspero, pero para todos, no para los granujas.