Está pasando todo lo que tenía que pasar. En medio de un inexplicable gesto de sorpresa general, se están cumpliendo una por una todas las previsiones que hacían los geógrafos y los expertos en meteorología. Paseos marítimos que desaparecen arrasados por la subida del nivel del mar, viviendas de primera línea convertidas en ruinas por la furia de las olas, cauces de ríos que regresan a su curso natural llevándoselo todo por delante y lluvias y nevadas que acaban dejando en evidencia unas infraestructuras que no están preparadas para fenómenos atmosféricos de alta intensidad. El futuro ya está aquí y con él, todos los desastres relacionados con el cambio climático. Se han acabado las recreaciones virtuales y los trabajos de investigación científica, llega la puñetera realidad y la única opción que nos deja es la de decidir cómo reaccionamos ante un nuevo orden diseñado por ese contendiente imbatible que es la Naturaleza.

La primera tentación es poner cara de aquí no ha pasado nada y después, hacer lo de siempre. Lo de siempre consiste básicamente en atender las urgentes exigencias de unos territorios que se han visto arruinados por las inclemencias meteorológicas, meter dinero público a espuertas para reparar los desperfectos y pedirle al cielo que nos salve de estos temporales cuando lleguen el próximo otoño o el próximo invierno. Mantener en el capítulo de imprevistos unas situaciones de crisis que son absolutamente previsibles y que se van a repetir periódicamente es una irresponsabilidad de gran calibre. Reconstruir unos equipamientos públicos que dentro de unos meses volverán a estar destruidos es un ejercicio suicida y absurdo, que además de comprometer la economía de las administraciones, deja sin resolver el problema de fondo. Catástrofes como la originada en septiembre por la DANA en la Vega Baja o los efectos de «Gloria» sobre nuestro litoral turístico están separadas por unos pocos meses y su proximidad en el tiempo confirma que los parámetros climáticos han sufrido un cambio drástico y que los sistemas tradicionales de respuesta no sirven de nada ante un escenario dolorosamente inédito.

La única salida posible a este atolladero pasa por un cambio radical de las mentalidades. Las nuevas circunstancias obligan a nuestras instituciones a olvidarse del corto plazo político y a salirse de los caminos más trillados. No se puede seguir tachando de ecologismo radical cualquier medida que entrañe limitaciones en la urbanización del territorio. Ya no son de recibo esos coros de políticos y de empresarios agoreros que anuncian la pérdida de miles de empleos y de miles de millones en inversiones cada vez que alguien aprueba una ley que restringe la construcción en las zonas del litoral. Hay algo que no cuadra en esas movilizaciones de propietarios de chalés a pie de playa que defienden la legalidad de estas construcciones, mientras exigen ayudas económicas por unos desperfectos que no se habrían producido si estas casas hubieran cumplido la Ley de Costas. Los gobiernos se enfrentan a la necesidad urgente de revisar sus prioridades, colocando en un lugar destacado de sus agendas cuestiones relacionadas con el medio ambiente que durante demasiado tiempo se han visto relegadas al cajón de los asuntos ornamentales.

El alcalde de una próspera localidad turística valenciana, Bellreguard, le pone letra a esta música y afirma que para andar reparando su maltrecho paseo marítimo cada año después de las tormentas, es mejor olvidarse de esta infraestructura y recuperar el antiguo paisaje dunar de la costa. Es una declaración valiente y muy arriesgada, ya que su aplicación supondría desplazar decenas de bares y de restaurantes y renunciar a una infraestructura que se ha convertido en un emblema del municipio. Hace diez años, ningún político se habría atrevido a hacer una propuesta así. Ahora da el paso adelante y por extraño que parezca, amplios sectores de la ciudadanía consideran que su idea es realista y aceptable. Algo hemos avanzado.