Para empezar, hay que reconocer que hemos tenido mala suerte. La pandemia del coronavirus ha irrumpido en una España dirigida por el Gobierno más frágil e inestable de nuestra reciente etapa democrática. Por si esto fuera poco, esta gran crisis sanitaria mundial coincide con la llegada a los grandes centros del poder de Madrid de una nueva generación de políticos, que han convertido el marketing y la estrategia en el principio y el fin de sus carreras, considerando la gestión como un elemento puramente accesorio y promocional. Con estos mimbres tan volátiles resulta complicado afrontar una situación de emergencia como la del coronavirus, en la que se exige rapidez de reflejos, unidad de acción y contundencia en la toma de decisiones.

Cuestiones como la autorización de la gran manifestación del 8-M en plena fase de inicio de la epidemia, la declaración de independencia sanitaria del presidente catalán, el patético Consejo de Ministros de siete horas de duración, el permanente desafío del PP madrileño a la autoridad competente, la injustificable visita a Moncloa de un vicepresidente en cuarentena, el masivo contagio de directivos de Vox en un mitin, los titubeos a la hora de aplicar la alarma nacional, la confusión de la normativa sobre el confinamiento general, la dolorosa falta de lealtad institucional mostrada en diferentes ocasiones por Pablo Casado o los titubeos en torno a los planes de apoyo a la economía son claros síntomas de una situación innegable: los tipos que nos gobiernan en estos días inciertos no son precisamente unas lumbreras, no hay entre ellos ni el más mínimo rasgo de grandeza que nos recuerde a esos líderes carismáticos que dirigieron las naciones en los momentos más duros de su Historia.

Cuando los periódicos se llenan de artículos de opinión con frases del estilo «esta crisis la van a resolver los ciudadanos, gracias a su civismo y a su capacidad de sacrificio» estamos ante la señal inequívoca de que el papel que están jugando los poderes públicos en este asunto es manifiestamente mejorable. Esta sensación de desconfianza hacia la clase dirigente también está flotando sobre los masivos aplausos de balcón a los profesionales de la sanidad pública. Además de premiar la ejemplar dedicación del colectivo, la gente asustada les está suplicando algo parecido a ¡por favor, salvadnos vosotros; porque vuestros jefes están afectados por una enorme empanada mental!.

Constatadas todas estas evidencias negativas, conviene no perder de vista un hecho importante: éste es el Gobierno y ésta es la oposición que se han dado a sí mismos los españoles en un proceso electoral absolutamente democrático. Frente a los que aprovechan la histeria general para pedir soluciones milagrosas, hay que recordar que los componentes de esta clase política tienen la legitimidad, la obligación y los medios necesarios para sacarnos de este atolladero. Nuestros políticos no son una versión moderna de Winston Churchill (que por cierto, cometió una interminable lista de históricas cagadas antes de consolidarse como heroico líder de la resistencia británica frente a Hitler), pero son lo único que tenemos y con ellos nos hemos de apañar.

En estos momentos de incertidumbre, hay que agarrarse al inmenso poder de convicción que tiene la presión de la calle. En alguna fase de esta apabullante crisis, nuestros gobernantes se sentirán obligados a renunciar a la tentación de actuar en clave de miserable interés político, asumiendo que están ante un escenario catastrófico que les exige altura de miras y visión de Estado. Las colas ante los supermercados, el drama de miles de despidos de trabajadores de empresas atropelladas por el virus y las imágenes postnucleares de calles vacías obligan a los políticos a olvidarse de las intrigas de despacho y a dar un giro radical a sus métodos tradicionales. Del tiempo que tarden en enterarse de esta clamorosa demanda social depende que la crisis del coronavirus tenga una salida más o menos airosa o que acabe convirtiéndose en un desastre nacional de consecuencias apocalípticas.