En plena época de tantas malas noticias de enfermedad y muerte, sale a nuestro encuentro la celebración del gran acontecimiento de la Resurrección de Cristo.

La vida es movimiento, es un continuo «paso» de una situación a otra. Todo -el ser humano, la naturaleza, la historia, el progreso?- está marcado por el signo del «pasar» desde una situación de partida a la siguiente, es como un continuo «morir-para-resurgir», que está inscrito en todo, y nada se sustrae a su influjo.

Cada persona, sea creyente o no, vive marcada por esta dinámica. Con todo, nos preguntamos: ¿No será acaso este continuo paso el indicio de un carácter incompleto por parte de lo humano? ¿Hasta cuándo continuará? ¿Tendrá un término? ¿Nos conduce el último paso a la muerte definitiva (la nada) o a la vida que no termina, es decir la plenitud?

El misterio de la Pascua de Cristo brinda una respuesta a las preguntas del ser humano. El Señor Jesús, con su resurrección, nos dice que el continuo «pasar» no tiene como término final la muerte, sino la vida.

A su luz, y partiendo de este acontecimiento, los cristianos interpretamos toda la historia como ámbito donde tiene lugar el gran duelo entre la vida y la muerte, pero donde acaece también el triunfo definitivo de la vida. Por eso se convierte esta fiesta en afirmación de vida, renovada decisivamente por la resurrección de Cristo (Cfr. 1Cor 15, 21-23).

«Nuestro Redentor aceptó morir para liberarnos del miedo a la muerte. Manifestó la resurrección para suscitar en nosotros la firme esperanza de que también nosotros resurgiremos» (S. Gregorio Magno, Comentario moral a Job, XIV, 68). En el fluir confuso de los acontecimientos hemos encontrado un centro, hemos hallado un punto de apoyo: ¡Cristo ha resucitado! La experiencia del hallazgo de tan gran verdad como contiene el acontecimiento de su Resurrección, estremece de júbilo al que cree en Él, le hace exultar de pura alegría, nos renueva de manera misteriosa el corazón.

En días donde continuamente, por la pandemia, respiramos la fragilidad de la condición humana y el desplome social basado en tantos valores e ídolos con pies de barro; días en que se mezclan impotencia y amor de tantos hombres y mujeres verdaderamente entregados y en los que el dolor y el cansancio pueden marchitar toda esperanza; en días así, la Resurrección del Señor trae la luz para descubrir el sentido de la existencia, precisamente en sus sufrimientos, oscuridades y lágrimas, y ahí nos trae la liberación, nos saca de la cárcel de nuestra finitud, nos hace ver en Él que la muerte no es el final del camino, y así remueve la ambigüedad de la desconfianza y de la desesperación.

Que como los discípulos de Emaús (Cfr. Lc 24, 13-35), que experimentaron a Jesús Resucitado presente en el camino de sus vidas, un camino de interrogantes y angustias, en el que para sus males Cristo con su compañía fue medicina, también nosotros, en una dura época que engendra tanto dolor y tantas dudas, acertemos a ver y escuchar a Jesús en medio de nosotros, justo cuando más lo necesitamos, cuando más es necesitado por una humanidad desorientada y herida. Que estas fiestas pascuales, las de este año de la pandemia, nos ayuden a descubrir en Jesús Resucitado la medicina y la esperanza que el ser humano, hoy, tanto necesita.

Con esa súplica, os digo: ¡Feliz Pascua! Que el Resucitado, nos de vida. Así sea.