Leo desde el balcón a dos parejas que se cruzan. Son las 20.37. Se conocen. Se paran. Se saludan. De los cuatro, solo uno, un hombre, no tiene muy entrenado eso de que no hay que darse la mano ni besarse ni juntarse ni nada de nada. A distancia (¿dos metros?) se preguntan por la salud y la parentela, el trabajo y el pasado. Caras joviales, rictus amables. Van con camisetas los cuatro. Pantalones de chándal. La camiseta de una de las chicas es verde oscuro y lleva una inscripción en la que pone: «A ti qué te pasa». La pregunta es desafiante hasta para el que la lee en el balcón, que soy yo, pero también, ahora reparo, para una señora enfrente que mira en la misma dirección. En la dirección donde está la pareja, unos treinta y cinco años. Cada uno, quiero decir. Entre los cuatro, pues 140. Deben conocerse bastante o tener muchas ganas de hablar, ya que el diálogo no es enfático y corto, breve y de compromiso. Se alarga. Dura. Más que mi paciencia. Tienen que vivir cerca. Cerca de mí. A no ser que contravengan la Ley. Pero no me suenan. Entro en casa. Me quedo intranquilo. Por su futuro. El de las dos parejas. Salgo de nuevo al balcón. O terraza, como ustedes quieran. Ahora solo hay una de las dos parejas. Él es algo enjuto y calvo. Bajito. Ella es más corpulenta y tal vez por el ángulo deformado de mirar desde arriba, parece que tiene unos pies un poquito más grandes de lo normal. La otra pareja habrá seguido andando. Claro, no se van a haber evaporado. Y estos, ¿por qué no siguen andando? Están hablando entre ellos. Gesticulan demasiado. Qué les habrá dicho la otra pareja. Alguna frase les ha desasosegado. O alguna conclusión. Siguen parados. Voy a la nevera a por una cerveza para un mejor pensar, un adecuado visionar el fin de la tarde. Gaznate seco. Vuelvo al balcón. Ya con cerveza. Un botellín opaco de 25 centilítros, que es un cuarto de litro. Yo no sé qué le pasa a esa pareja. Bebo.
