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Joaquín Rábago

Rendición de cuentas

Debatía yo digitalmente el otro día con un buen amigo y conocido periodista político sobre la gran parte de responsabilidad de nuestros principales medios de comunicación en el comportamiento indigno que sólo hoy atribuimos a quien fue jefe del Estado durante casi cuatro décadas.

Le decía yo no comprender la excesiva tolerancia demostrada durante tanto tiempo por la prensa, el hecho de haber hecho siempre la vista gorda cuando incluso medios extranjeros hablaban de su poco ejemplar conducta y cuando la ejemplaridad en el ejercicio del cargo es lo que da legitimidad a una institución hereditaria y no electa.

"No ha sido todo mirar para otro lado. Fíjate en los libros de José García Abad de hace años", me comentó mi amigo. Y no le faltaba razón, pero ¿quién siguió aquella pista? ¿Qué repercusión tuvo en su día? ¿Quién se ocupó de llamarle la atención en algún editorial al monarca? Por el contrario, buena parte de los medios se comportaron como aduladores cortesanos con el pretexto de no dañar a la institución.

Se sabía de amistades peligrosas, de empresarios y banqueros le acompañaban en sus yates o en sus cacerías y que hacían negocios más o menos sucios aprovechando su proximidad a aquel monarca con fama de campechano y de quien se contaban mil anécdotas que le hacían aparentar algo que en el fondo no era porque se codeaba sólo con los de su mundo: con los ganadores de la "modélica transición".

Se sabía de hombres como Manuel Prado y Colón de Carvajal, su gran amigo y administrador, según se dice, de su patrimonio privado, que se ocupaba de los negocios con el petróleo del Golfo, de los llamados Albertos (Cortina y Alcocer), del turbio traficante de armas Adnán Khashoggi, del financiero catalán Javier de la Rosa, del banquero Mario Conde.

Personajes que, junto a otros muchos, ocuparon muchas páginas en la prensa del corazón y algunos de los cuales acabarían en la cárcel. Sin que nada de ello afectara al monarca, pues disfrutaba de total inmunidad. Sus acciones eran a veces comidilla en las salas de redacción sin que la cosa trascendiera a la opinión pública, a la que se mantenía al margen de todo aquello para no enturbiar peligrosamente la imagen de un monarca que nos había "traído" la democracia.

Se hablaba de sus contactos con un régimen feudal tan poco recomendable como el saudí, que le prestó supuestamente dinero durante la transición, de su afición a la vela, de sus yates, el Bribón, propiedad de un empresario amigo, y del otro, de nombre Fortuna, que le regalaron otros de sus amigotes, y a cuya compra contribuyó también el Gobierno balear, presidido por Javier Matas, es decir que cofinanciaron también los contribuyentes.

No fue hasta la famosa cacería de Botsuana, en la que el entonces rey sufrió un grave accidente que obligó a su hospitalización cuando por fin se destapó la caja de los truenos, y comenzó a hablarse de unas andanzas de del las que no había dado a cuenta a nadie, de sus amantes y de los supuestos pagos efectuados a alguna de ellas para comprar su silencio.

Después todo ha sido una cadena de acontecimientos: su petición de perdón a los españoles - "Lo siento mucho, me he equivocado. No volverá a ocurrir"- , su abdicación en su hijo, Felipe, en vistas de la gravedad de la situación; la investigación por el fiscal suizo Yves Bertossa del origen de su fortuna oculta, el descubrimiento de las fundaciones en paraísos fiscales a través de las cuales canalizaba el dinero recibido y del que no había dado cuenta a nadie: por ejemplo los cien millones de dólares que cobró supuestamente por su intermediación en el contrato del AVE a la Meca.

Tiene razón el irlandés Ian Gibson, biógrafo de Lorca y otros personajes de aquella gran generación, cuando, en declaraciones al diario.es, criticaba el otro día el hecho de que el emérito no hubiese tenido nunca palabras para las decenas de millares de víctimas del franquismo a diferencia de lo ocurrido en países hoy también democráticos, aunque repúblicas, como Alemania o Italia con las de sus pasadas dictaduras.

Ahora, cuando el rey emérito sigue en paradero desconocido y la Corona se refugia en la opacidad que siempre la ha caracterizado, la prensa monárquica y los medios llamados "liberales" o "independientes" se ocupan sobre todo de destacar las fisuras en el Gobierno de Pedro Sánchez mientras la derecha, inspirada por el hombre de las Azores, el ex presidente José María Aznar, acusa a ambos partidos de aprovechar la crisis en la Casa Real para provocar "un cambio de régimen".

De nada sirve que el presidente del Gobierno haga una clara defensa del "régimen de 1978", es decir de una Constitución aprobada por los españoles en circunstancias todavía difíciles y que establecía la monarquía como forma de Estado. Según sus críticos, Sánchez defiende la monarquía "con la boca pequeña", y en el fondo pretende lo mismo que su aliado de Gobierno, el líder de Unidas/Podemos, Pablo Iglesias.

Tal vez no sea éste el mejor momento de plantearles a los españoles que opten, esta vez sí con total libertad, entre monarquía y república. Las aguas están demasiado agitadas, entre otras cosas por la crisis sanitaria y sus dramáticas consecuencias para la economía de un país demasiado dependiente del turismo de masas y de la construcción, sectores tantas veces incompatibles con la cada vez más necesaria defensa del medio ambiente.

Contentémonos pues, de momento, con exigir transparencia a la monarquía que tenemos. Reclamemos a Felipe VI que sepa ganarse diariamente a pulso la legitimidad de la institución que representa y que tantas veces mancharon sus predecesores en el trono y no sólo su padre. El monarca debe dar plena cuenta de sus fuentes de ingreso, sus acciones y sus movimientos. Ejemplaridad y transparencia deben ser las consignas. No se puede seguir como hasta ahora.

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