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Jaime Vierna

David Hume, expurgado de la Universidad de Edimburgo: el signo de los tiempos

No hace todavía mucho tiempo asegurábamos que la defensa de las clases menos favorecidas era una sociedad que premiase el esfuerzo

Defendiendo la fachada del Palacio de Justicia de Edimburgo permanece todavía, cuando escribo estas palabras, la estatua sedente de David Hume, figura cumbre del empirismo británico y orgullo, hasta ahora, de la Universidad de Edimburgo. Hoy, en la Red, se pueden ver fotografías en las que le han colgado a la estatua la cita que lo condena y que ha sido motivo de que su nombre haya sido eliminado de la Universidad: sospechaba que los negros eran intelectualmente inferiores a los blancos. Por esas palabras la militancia de lo políticamente correcto se propone rectificar –mejorando (?)- la Historia del pensamiento humano. No quiero pensar lo que pasará cuando descubran los comentarios que le merecieron a Darwin -¡nada menos que a Darwin!- los tres indios fueguinos con los que coincidió en el Beagle.

Las bandas de Robespierres que cruzan en nuestra época el mundo de la política y de la cultura enarbolando su ignorancia y su rencor por la excelencia han descubierto que ésta es la manera más cómoda y rápida de la equiparación social. Equiparación por abajo, ya se entiende. No hace todavía mucho tiempo asegurábamos que la defensa de las clases menos favorecidas era una sociedad que premiase el esfuerzo. La única oportunidad de alcanzar otras posibilidades en la vida que las que encontramos al nacer es que la excelencia no sea familiar o social, sino personal, debida al esfuerzo de cada uno: a su propio mérito. Todo lo que no sea esto es reaccionario de la más pura estirpe.

Sin embargo, han descubierto ahora una forma con la que más rápidamente –y con menos esfuerzo- pueden ocupar el nivel más alto: talar a los que les sobrepasan. Y se han encontrado, para su sorpresa, con que las grandes figuras de la humanidad son, también imperfectas. Que tienen defectos, como todos. Como ellos también, habría que decirles. Y como sus propios héroes. Son incapaces de comprender que lo que admiramos en esas figuras que ahora quieren descabalgar a la fuerza no son sus defectos o sus insuficiencias, sino la excelencia que les impulsó al nivel que alcanzaron. “¡Pertenecen a una clase social privilegiada!” ¿Y qué? Su mérito no es proceder de una clase social privilegiada, sino haber aprovechado ese privilegio para impulsar hacia adelante a toda la raza humana, su mérito es haberse agotado en el esfuerzo por alcanzar un ideal noble, en lugar de gastarlo exclusivamente en su beneficio particular, como hicieron otros de su época, como hacen hoy también todavía algunos de los que les señalan con el dedo.

Pero es especialmente significativo –y triste- que esto ocurra en una Universidad, que conserva aún en su nombre su razón de ser: universitas magistrorum et scholarium, todo el conjunto de profesores y alumnos. Todos ellos, cada uno con sus ideas y opiniones, con sus creencias, sus fortalezas y sus debilidades. El sentido de la Universidad es el debate, la confrontación de conocimientos y puntos de vista. Los miembros de esa comunidad, entrenados en la honradez intelectual y en la comprensión de la postura del otro, deberían estar en condiciones de superar las limitaciones de lo políticamente correcto.

Nos empeñamos en estimular y aceptar la diversidad, la heterogeneidad, la coexistencia de puntos de vista diferentes. Y queremos que nuestros hijos sean capaces de convivir en buenos términos con el que es distinto a ellos. Pero ¿cómo vamos a conseguirlo si les impedimos tener contacto, acercarse al otro, conocerlo, escuchar sus argumentos? A lo más que llegamos cuando confrontamos puntos de vista es a: -“Ésa es tu opinión, no la mía”, y cada uno sigue su camino. En realidad, lo que toca en ese momento es sentarse y “pesar” las opiniones. Del debate nace la luz. Porque no olvidemos que todo el conocimiento humano -también el científico, hoy sacralizado- progresa principalmente a fuerza de rectificaciones. O, como dijo alguien antes de ahora, “la ciencia avanza funeral a funeral”.

Si descartamos a nuestros mejores mayores porque han sido imperfectos, ¿con quién nos quedaremos? Seremos nuevos Adanes perpetuamente privados del privilegio del que se reconocía deudor Newton: -“He visto más lejos porque me he subido en los hombros de gigantes”. Permaneceremos para siempre en el punto de salida.

Mal lugar para quedarse.

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