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Francisco Sosa Wagner

Trabucazo contra la independencia judicial

La modificación legal que proponen PSOE y Unidas Podemos socava el Estado de derecho

Imagen del Tribunal Supremo

Precisamente fue la independencia judicial el tema que elegí para ingresar como académico de honor en la Academia asturiana de Jurisprudencia gracias a los buenos oficios de mi buen amigo Leopoldo Tolivar y a la amabilidad de sus miembros. Sostuve en aquella ocasión que, para contar con una justicia independiente, es necesario que el juez -individualmente considerado- lo sea y para conseguirlo la receta es clara: pruebas públicas de ingreso, especialización como jurista (mercantil, laboral menores, contencioso...), carrera asegurada sin sobresaltos ni trampas, trabajo bien valorado, sueldo digno, jubilación asimismo reglada. Dicho de otra forma: un estatuto jurídico del juez regido en todo por el principio de legalidad, alejado de componendas políticas y asociativas.

Pese a lo que tantas veces se proclama, conviene recordar que en España la inmensa mayoría de los jueces –algo más de cinco mil– actúan con independencia respecto de los otros poderes del Estado y con imparcialidad respecto de las partes y ello porque su vida profesional está organizada según reglas legales, objetivas y previsibles. ¿Por qué se habla entonces de la politización de la justicia? Pues porque la élite judicial escapa a tales reglas al intervenir en el nombramiento de sus componentes instancias que participan de la sustancia política. Integran tal élite los magistrados del Tribunal Supremo, los presidentes de salas de ese mismo Tribunal, los presidentes de la Audiencia nacional y de sus salas, los presidentes de Tribunales superiores de Justicia y asímismo de sus salas, en fin, los presidentes de Audiencias y los magistrados de las salas de lo civil y criminal competentes para las causas que afectan a los aforados.

Estos son los cargos que nombra el Consejo General del Poder Judicial de forma discrecional con la intervención activa de dos asociaciones judiciales que se han repartido y se reparten los puestos a cubrir. Por consiguiente, lo que procedería es acabar con tales nombramientos discrecionales y para ello bastaría con modificar algunas pocas normas. Lo que en efecto se ha hecho en 2018 aunque de manera abiertamente insuficiente. Pues bien, ahora, en lugar de afrontar este problema que es el central, lo que pretende el Gobierno de coalición es modificar la forma de elegir los vocales de ese Consejo desterrando las reglas que exigían consenso entre los partidos mayoritarios. Con la mayoría absoluta se podrán pues nombrar unos vocales que, atención, gozan de un inmenso poder porque, insisto, son quienes tienen en su mano la designación de los jueces más relevantes de España. Y esta alteración del sistema tradicional la pretende hacer el Gobierno de Sánchez a través de una proposición de ley que presentan los grupos parlamentarios de socialistas y de Podemos. Una estratagema porque lo obligado sería que el ministerio de Justicia elaborara un anteproyecto de ley, lo distribuyera entre los ministerios, recibiera las observaciones de las secretarías generales técnicas, pasara a la Comisión de Secretarios de Estado y Subsecretarios y llegara al fin a la mesa del Consejo de ministros, convirtiéndose así en un proyecto de ley, listo para ser enviado a las Cortes. Con un añadido sustancial: este proyecto (que no proposición) necesitaría los informes del Consejo del Poder judicial, del Consejo fiscal, del Consejo de Estado y de un órgano hoy en el olvido, la Comisión general de Codificación (integrada en el propio ministerio de Justicia).

Al parecer, el presidente del Gobierno tiene poca confianza en la organización del Estado cuya Constitución ha jurado y por ello utiliza el atajo de la proposición de ley que no necesita tabarras de informes que vaya a usted a saber a qué molestas conclusiones llegan. Quien me lea no debe olvidar que no estamos hablando de una ley cualquiera sino de la orgánica del Poder judicial, que forma parte del “bloque de la constitucionalidad”. Y que por ello merece un mayor respeto por parte del Gobierno. El argumento político es que el Partido Popular ha bloqueado la renovación de ese Consejo y con ello está alterando el normal funcionamiento de las instituciones. Como si hacer pasar una ley de la envergadura de la que estamos hablando por la puerta acomodaticia de la proposición de ley no constituyera ya de suyo una alteración – y bien grosera del normal funcionamiento de las instituciones. La reforma se aprobará por supuesto porque contará con los votos de los grupos proponentes más los “desinteresados” que provengan de las filas nacionalistas, separatistas y filoetarras. Culminada así la trapacería será posible el cerco y toma del Consejo del Poder Judicial. Entrarán en él, sin la pejiguería del consenso que tanto tiempo hace perder, aquellas personas designadas por el PSOE y Podemos más el pago a separatistas etc.

Esto, hoy. Mañana serán los del PP, cuando las mayorías cambien. Lo que se avecina es un trabucazo disparado contra la independencia de los jueces, al menos de los que componen esa élite judicial a que me he referido y que es la que preocupa a la clase política porque es la que conoce de los recursos y asuntos más importantes, juzga a los aforados etc. Al Gobierno le interesa tener controlado al Tribunal Supremo, lo que diga o resuelva el juez de Llanes le trae sin cuidado. Todo esto es lo contrario de lo que impone el respeto a ese valor constitucional de primer orden que es la independencia de los jueces: de todos, de los que actúan en estrados imponentes y de aquellos que lo hacen en escenarios menos aparatosos.

Un respeto que incluye cuatro reglas. La primera sería que doce de los vocales del Consejo sean elegidos por los propios jueces sin intervención de las Cortes (los otros ocho de acuerdo con lo que dice la Constitución, artículo 122, 3). La segunda es que los jueces que componen la aristocracia judicial sean designados exclusivamente por razones de mérito y capacidad, no como resultado de pactos embolismáticos trabados entre las asociaciones judiciales. La tercera es que se suprima la facultad de que hoy disponen los parlamentos de las Comunidades autónomas de designar – con mecanismos estrictamente políticos- un magistrado para el Tribunal superior. La cuarta es prohibir las puertas giratorias entre la política y la justicia. Piense el lector que, en el actual Gobierno de España, hay tres ministros que son jueces. Pues bien, en el momento que dejen de serlo se instalarán en sus juzgados o tribunales para administrar justicia, sin despeinarse, como quien no ha roto un plato en la fiesta de la política. Se empezó enterrando a Montesquieu y ahora ya estamos aprestando el horno crematorio para ir introduciendo en él a trozos el Estado de derecho.

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