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McEvoy

Escritor y caballero

Murakami

El escritor japonés Haruki Murakami rara vez participa en eventos públicos o da entrevistas. Pero en una de las últimas que concedió, a la revista norteamericana The New Yorker, reflexionaba sobre lo que, a su juicio, constituía la difícil tarea de intentar ser escritor y caballero. Afirmaba Murakami que esa meta era como que «un político pudiera ser Obama y Trump a la vez». Pero que tenía una definición de caballero novelista: «Lo primero es que no habla de los impuestos que paga; lo segundo, que no escribe sobre sus anteriores novias o esposas; y lo tercero es que no piensa en el Premio Nobel de Literatura».

Este estoicismo de Murakami choca con los que, como yo mismo, somos fervientes seguidores del novelista nipón y desde hace años, cada vez que se aproxima la fecha en que se falla el Nobel de Literatura, esperamos que sea la ocasión en que se le conceda el galardón a nuestro ídolo. No quiero pecar de hooligan o de «tifoso» literario, pero creo que sus méritos son sobrados: Murakami es un maestro del suspense y de la sociología; su lenguaje dibuja una aparentemente sencilla pantalla, pero que siempre esconde un misterio. Su ficción nos presenta espíritus que surgen del inframundo, personajes que salen de un cuadro, gatos que hablan y corderos fantasmas. Pero, bajo esa apariencia evocadora y, en ocasiones, onírica, en su obra surge con mucha frecuencia un estudio de relaciones equivocadas, en unas situaciones que pueden estar desencadenadas por la comedia o por la tragedia, pero que tienen como origen nuestro fracaso a la hora de entendernos los unos con los otros.

Claro que, refutarán ustedes, y con razón seguramente, los miembros de la Academia Sueca que otorgan el Premio Nobel, asesorados por multitud de expertos en literatura de todo el mundo, tienen más elementos de juicio para tomar la decisión de a quien debe concedérsele que los simples seguidores de uno u otro escritor, que nos basamos únicamente en nuestros gustos literarios y no tenemos una visión lo suficientemente amplia del mundo editorial global para poder opinar con conocimiento de causa. De hecho, debo reconocerles que a la ganadora de este año, la norteamericana Louise Glück, no la conocía.

Entonces, si convenimos que en determinados asuntos debemos dejar la toma de decisiones en manos de las personas que entienden de esos temas, ¿por qué no seguimos siempre esa máxima? Tal es el caso, por ejemplo, de la polémica surgida con el tan traído y llevado episodio (como todos los de esta bendita ciudad, que al final no llegan a ninguna parte) del hipotético nuevo centro de congresos (tan hipotético como el AVE, el Mercado o la conexión de Cercanías). Una persona con toda la autoridad en el campo de la organización de congresos como el doctor Fernando Soler, escribió un artículo en este mismo diario dando su opinión al respecto (víd. Congresos en Elche y Centro de Congresos de Elche, Diario Información, 4 de octubre de 2020). El problema es que quien tiene la potestad ejecutoria, el alcalde, no le va a hacer caso.

Autoridad y potestad, he ahí el dilema. Como escribía en un artículo del año 2014, en Derecho Romano se entiende por auctoritas una cierta legitimación, socialmente reconocida, que procede de un saber y que se otorga a una serie de ciudadanos. Ostenta la auctoritas aquella personalidad, o institución, que tiene capacidad moral para emitir una opinión cualificada sobre una decisión. Si bien dicha decisión no es vinculante legalmente, ni puede ser impuesta, tiene un valor de índole moral muy fuerte. En contraposición a ese término se entiende por potestas el poder socialmente reconocido. Ostenta la potestas aquella autoridad, en el sentido moderno de la palabra, que tiene capacidad legal para hacer cumplir su decisión. Por eso les decía que el doctor Soler tiene la autoridad moral, la auctoritas, para hablar de congresos y de centros de congresos, y el alcalde tiene la potestad, la autoridad política, la potestas, de hacer lo que le venga en gana. Así nos va, y así nos irá, hasta que no llegue el día en el que estemos dirigidos por personas que aúnen auctoritas y potestas. Pero viendo el material humano que tenemos en política, y no me refiero sólo a Elche, me temo que ese día está aún muy lejano, si es que llega alguna vez.

El otro día, en un famoso programa de televisión, otro médico, el doctor Pedro Cavadas hablaba de la gestión de la pandemia en España. Decía que estaba convencido de que en nuestro país hay muchas personas con el talento y la determinación necesarios para ayudarnos a salir de la crisis sanitaria y económica que padecemos. Que le daban igual los colores políticos, que se contara simplemente con los mejores. Otro médico al que no van a hacer caso. Es lo que hay.

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