Los vaivenes de la política actual y la pobreza intelectual, e incluso moral, de muchos de quienes la practican, nos ha llevado a una forma de entenderla, que en principio debería ser una noble aspiración de servicio público, de una forma maniquea, sectaria y rayana, cuando no directamente inmersa, en la violencia más descarnada e injustificable, como hemos visto en la actuación de determinados grupos de extrema izquierda en Cataluña y, más recientemente, en Madrid. Por fortuna, vivimos en un Estado de Derecho que fija ciertos límites a la actuación de los políticos y de todo aquel que quiera subvertir el orden por cauces inadecuados. En concreto, el garante del respeto del cumplimiento de las normas, tanto por los ciudadanos como por los gobernantes, es el poder judicial; aunque no solo, sino apoyado por un cuerpo de funcionarios de diversas administraciones y con diferentes responsabilidades que, al haber obtenido su plaza en una oposición, gozan de la suficiente independencia como para poder defender los derechos de los ciudadanos ante posibles intentos de abusos.

No piensen ustedes que voy a convertir este artículo en un panegírico de la función pública por ser yo funcionario. Al contrario, porque, aunque la situación ha mejorado infinitamente, muchas veces nos topamos con situaciones como las que relataba Mariano José de Larra, en 1833, en su celebérrimo artículo Vuelva usted mañana cuya lectura les recomiendo (lo pueden encontrar en la web cervantesvirtual.com), el «pobrecito hablador», pseudónimo con el que firmaba, nos relata la historia de un francés, un tal «monsieur Sans-délai»- nombre que ya anticipa el desenlace de la trama- que acude a España para realizar una serie de trámites relacionados con una herencia, pretendiendo después invertir su capital en negocios e industrias en nuestro país.

El incauto parisino pretendía finiquitar sus asuntos, y aun realizar una visita turística de Madrid, en quince días, a lo que, con mucha ironía, le respondió su anfitrión español que lo invitaba a comer al cabo de quince meses, transcurridos los cuales apostaba que seguiría instalado en la capital. El resto de la historia transcurre por una serie de vicisitudes en las que la frase más repetida es el consabido «vuelva usted mañana». Al cabo de seis meses, hastiado y sin haber conseguido sus propósitos, tomó la diligencia de vuelta a París.

Mutatis mutandis, les propongo un ejercicio que consiste en comparar la web del Gobierno británico en la que se explican los pasos para constituir una sociedad (https://www.gov.uk/set-up-business-partnership) con la de nuestro Gobierno (https://plataformapyme.es/es-es/Nacimiento/Paginas/Tramites.aspx). Simplemente, para ahorrarles la pereza de hacerlo, como diría el propio Larra, les voy a enumerar las instancias o administraciones a las que hay que dirigirse para lograr el sospechoso fin de crear una empresa: Agencia Tributaria, Tesorería General de la Seguridad Social, Inspección de Trabajo, Registro Mercantil, Autoridades de Certificación, Ayuntamiento, Servicio Público de Empleo, Consejería de Trabajo de la CCAA, Oficina de Patentes y Marcas, más otras tres o cuatro en función de la naturaleza de la actividad de la empresa (si es que a estas alturas del procedimiento el empresario, o emprendedor como dicen los modernos, no ha adoptado la misma determinación que Monsieur Sans-délai y ha tomado las de Villadiego).

En definitiva, el corolario de toda mi argumentación sería que, si bien una estructura estatal es necesaria para el desarrollo de la actividad del país, esta debería modificarse en dos aspectos: reducir la ingente burocracia que genera, dando la sensación de que lo hace como una especie de retroalimentación para justificar su propia existencia, y limitar el funcionariado a aquellos puestos que sean imprescindibles para garantizar su funcionamiento y la igualdad de derechos y deberes de los españoles al margen de vaivenes políticos.

Por eso, me llama poderosísimamente la atención la existencia de personas que afirman que lo importante es defender «lo público» (así, en general). En Elche de estos tenemos bastantes, no sé si muchos, pero sí bien organizados y que siempre han ejercido una gran presión sobre los consistorios timoratos, como el actual. Ahora mismo, por ejemplo, se ha desencadenado cierta polémica en las redes sociales a raíz de la notica de que el CEU Cardenal Herrera está interesado en el edificio de Zara para ampliar instalaciones.

Esos «defensores de lo público», como los defensores de cualquier dogma, ignorando lo obvio, trazan una correlación entre esta notica y la cesión que se hizo a la misma universidad privada, en 2012, de los antiguos juzgados de Reyes Católicos. Nueve años después se ha demostrado que esa decisión ha supuesto un gran acicate para la actividad económica en El Plà. Las comparaciones son odiosas, pero comparen lo que el CEU (entidad privada) supone para la zona y lo que representa el Centro Hernandiano (edificio público en el que se invirtieron millones).

En definitiva, si el CEU, o cualquier otra entidad, desea instalarse en el centro de Elche, lo único que deben hacer las administraciones, empezando por el Ayuntamiento, es darle facilidades. Del mismo modo, toda la actividad comercial y de servicios (incluyendo a la restauración, por supuesto) también deberían tener todo tipo de ventajas para instalarse. Lamentablemente, la política local, condicionada por Compromís, parece que va en sentido contrario, así que ya que tenemos el centro peatonalizado, sólo nos quedará pasear «Correora pa munt i Correora pa Baix» (si nos dejan).