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José María Asencio

Dos Españas. Un empeño secular

Isabel Díaz Ayuso.

De nuevo resurge el mito de las dos Españas que tan bien define y aborda el recordado Santos Juliá en una reciente obra. No es la primera vez que cuando esto sucede los españoles se lanzan a situarse en uno de los dos extremos que se tornan irreconciliables. Y siempre, el origen de este frenético desgaste de la convivencia reside en los profesionales de la política, los auténticos promotores de la confrontación utilizada como arma arrojadiza en un escenario en el que la política es histrionismo y guerra de ambiciones, carente de ideologías y frenos éticos.

Es hecho constatado que este fenómeno cala cuando la cultura y la educación pierden calidad y el conocimiento mengua. De ahí que siempre fue la educación la propuesta de los clásicos para superar división tan radicalmente frívola y elemental, por pasional y primaria. Las sucesivas reformas educativas se explican bien cuando se analizan desde esta perspectiva. Y hoy pocas dudas hay del sentido de las mismas.

El parlamentarismo se ve afectado por este proceso destructivo, pues la autoridad del sistema, el juego de equilibrios basado en la moderación y el respeto, clave para satisfacer los intereses comunes, salta por los aires, siendo sustituido por frentes o bloques imbuidos de convencimiento de exclusividad opuestos a la idea de pluralismo y libertad. La institucionalidad se debilita y los movimientos para restituirla, de derechas o de izquierdas, no son muchas veces compatibles con el modelo democrático. Y, a la vez, la libertad de expresión pierde su naturaleza de derecho para convertirse en una concesión graciosa que se otorga o “tolera” a quien se considera un peligro por pensar diferente.

Una consecuencia, pues, directa de esta deriva es la falsa legitimidad de algunos para excluir del juego democrático a quienes disienten de sus “valores” o “principios”, en nombre de la “democracia”. Autoritarismo en esencia revestido de hipocresía y fanatismo.

Si analizamos estos datos seguramente estaremos de acuerdo en que se conjugan en el momento presente con cierta virulencia y que las soluciones deben ser buscadas antes de que se instale esta tara social de forma tal que la salida sea imposible o conduzca a situaciones insostenibles. Son incompatibles, eso sí, con la solución, quienes han revivido el problema y lo usan en su beneficio.

Las instituciones no pueden quedar expuestas al juego estéril de una política frentista que en estas últimas semanas ha inundado los medios de comunicación de mensajes y consignas que avergüenzan por su parecido con las de una época de nuestra historia más vil, lanzadas al aire con un arrojo solo propio de quienes no son conscientes de los efectos de sus diatribas.

La sociedad, afortunadamente, no ha caído aún en tales desvaríos y, aunque perdida fuerza la llamada civil, como decía JR Gil hace unos días, no está muerta, aunque sí falta de instrumentos, todos ellos adormecidos o desaparecidos. Para ser algo hay que acogerse a alguien o resignarse a morir. La rendición ante la mediocridad.

La intelectualidad, sin caer en la prepotencia de quienes entendieron un día que las élites podían remediar el caos (Ortega y Joaquín Costa entre otros muchos), al menos no debe alquilarse a menesteres impropios de sus conocimientos y no prestar su libertad o cederla a cambio de contraprestación alguna. Y no debe confundirse el intelectual con el “listo”, subespecie moderna del clásico y cotizado pícaro. Por eso, los intelectuales no deben ceder y han de resistir, sin temor a decir, hacer y sostener. Aunque sin olvidar que cuesta, porque, en época de simplicidades, no caben medias tintas para los habitantes de las trincheras de la intolerancia. Quien no es súbdito es adversario. Los hunos y los hotros que decía Unamuno y que vuelven a estar de moda tras unos buenos años de Transición de un sistema que nadie parece ahora querer o estimar en su valor real.

Todo pasa y más deprisa de lo que parece en este mundo que Byung-Chul Han, cuya lectura aconsejo, afirma está acelerado, sin un pasado reconocible, que se quiere negar para sustituirlo por otro que nunca existió, con lo que se deja sin explicación el por qué somos como somos y un futuro que se desconoce en su fin, pues es solo el presente, a modo de zapping frenético, sin vivencias profundas, el que determina un camino que no tiene principio ni fin. Por eso, los líderes de ahora son de barro, no dejan poso y pasan al olvido con tanta velocidad. Carecen de proyectos y, en la urgencia de lo inmediato, donde todo es viejo en un mundo que solo tiene presente, ofrecen sus productos cambiantes cada día, sin importarles que la catástrofe sobrevenga mañana. Ellos no estarán.

Mientras, la sociedad, no confrontada aún en lo cotidiano, convive entre supuestos fascistas y comunistas que gustan de lo mismo, ajena de momento a la dialéctica insana de los interinos de la cosa pública. ¿La tercera España de Madariaga? Podría ser.

Las dos Españas tienen solución. Lo vimos en 1978. Pero, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos y los de ahora nunca lo fueron. Necesitan la oscuridad para brillar, aunque sean flor de un día.

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