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Jesús Prado

In memoriam

Luis de Castro.

Entre las dramáticas secuelas de la pandemia que todavía amenaza la estabilidad emocional de un gran número de ciudadanos es indudable que sus terribles consecuencias sanitarias constituyen el principal elemento de preocupación; miles de vidas han concluido en un final propio, en muchos casos, de un film de terror. El ciclo vital de miles de víctimas apagó su luz en medio de un clima de confusión, incertidumbre y una inhumana soledad.

Pero, más allá de este dolor irreparable, la pandemia alteró brutalmente los códigos de comportamiento de la sociedad al mutilar el sistema de comunicación instalado entre las personas, afectando de lleno a lo que se entiende como relaciones sociales. Los confinamientos y el resto de lógicas medidas que nos alejaban de nuestros contactos, aún los más cercanos, han erosionado, severamente, nuestra convivencia. Como señalan los expertos, esa malsana herencia del coronavirus tardará en desaparecer.

                       

Hace dos días se cumplía un año de la desaparición de Luis de Castro y aunque no se trataba de una víctima del coronavirus su retirada del escenario de la vida compartió, totalmente, esas secuelas sociológicas a las que me refería más arriba. Su marcha se produjo, socialmente, en medio -- si se me permite el oximoron-- de un silencio atronador. Un silencio derivado, con toda lógica, de las condiciones impuestas en el común afán de neutralizar la pandemia.

No es preciso ser demasiado imaginativo para suponer que, de haber fallecido Luis en un contexto de normalidad, el silencio no habría sido su último acompañante. Su participativa presencia en la vida alicantina, sus quince años de brillante ejecutoria al frente de la mejor etapa del Teatro Principal, sus reflexiones semanales, en estas páginas, en torno a la vida cotidiana de su querida ciudad, su activismo cultural, en fin, habrían cosechado, sin duda, muchos testimonios de afecto y gratitud. Hoy,al cumplirse este primer aniversario de su adiós, sus amistades se reúnen en San Nicolás para compartir un emocionado y sincero recordatorio en su honor. Y es que, al margen de los almanaques, nos escuece y mucho la mordedura de su ausencia.

Una vez recuperada buena parte de la llamada normalidad, al evocar la figura de Luis de Castro en una efeméride que la pandemia arrancó, hace un año, de los calendarios, a mí, en mi única condición de testigo de la peripecia cultural de nuestro amigo, me viene a la cabeza la idea de que si los actuales responsables del Teatro Principal compartiesen esta reflexión podrían dar-- estoy seguro de ello -- con alguna fórmula, sencilla y perdurable , para que el nombre de Luis figurase en las instalaciones del coliseo con algún recordatorio de su paso y su labor de tantos años en el teatro de su tierra. Creo, sinceramente, que no me equivoco al pensar que muchos alicantinos, amantes del teatro, estimarían como merecido un gesto de este estilo.

Escribo esta reflexión desde la profunda convicción de que sólo morimos, de verdad, cuando nos cubre la capa del olvido.

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