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José María Asencio

Ley de vagos y maleantes y ordenanza municipal

Un mendigo en el centro de Alicante

La ordenanza sobre convivencia cívica aprobada por nuestro Ayuntamiento ha generado un río de críticas y de comentarios de todo signo que, al tratarse de un tema tan sensible, hubiera sido preferente dirigir hacia la moderación y al debate sobre la necesidad misma de un reglamento de esta naturaleza.

Se trata de una norma en la que late el clásico conflicto entre seguridad y derechos que, en democracia siempre ha de considerar preferentes a los segundos. Y una norma que recoge prohibiciones con una extensión tal que su sola lectura lleva a producir sensaciones extrañas, un cierto agobio, en una sociedad libre en la cual los ciudadanos no pueden quedar sujetos a los dictados de sus autoridades coartando su autonomía más allá de las conductas, excepcionales, consideradas delictivas o ilícitas en sentido estricto. Es tal la profusión de prohibiciones que más sencillo hubiera sido declarar lo permitido.

De ese carácter deriva que se ponga el acento en lo sancionador y en la intervención policial, aunque se hagan referencias a actuaciones sociales cuya eficacia queda relegada al papel y a llamadas a la filantropía, a estudios, observaciones u observatorios.

Y es que, este tipo de ordenanzas, por su propia naturaleza, siempre han tenido un sentido excluyente de personas que, históricamente, se consideraron vagos, maleantes (en la II República) o peligrosos sociales (en el franquismo tardío).

Tal vez, sencillamente, no sean necesarias en nuestra sociedad, bastando aplicar las reglas existentes en el derecho penal, en el administrativo o en el civil. Pero la tendencia a las respuestas sancionadoras y a regular la vida social y privada parece no tener límite. Como nunca lo tuvo. A izquierda y derecha.

Y los excesos verbales no le van a la zaga, de modo que todos quieren ver en reglas tan rígidas y minuciosas peligros que no advierten en su propio comportamiento, con lo que la pugna, que debiera ser esencialmente democrática, se torna partidista y se ciega la posibilidad de evitar repetir lo que históricamente han hecho todos, sin excepción.

Destaca en este abuso de la ignorancia o la falsa imputación la Sra. Mónica Oltra, que en un arrebato típico de persona militante en la izquierda moderna, obsesionada por Franco, cuya resurrección no desea, pero que tampoco se resiste a dejar morir, ha venido a decir que la ordenanza recuerda a la “dialéctica franquista”, esto es, a la ley de peligrosidad social, vigente entonces y que así denominaba a ciertos sujetos considerados peligrosos para la vida en libertad.

La Sra. Oltra, poco leída en este asunto e imbuida de esa convicción basada en la fe de que la II República expresó la democracia con mayúsculas y el humanismo pleno y que el franquismo fue el creador e ideólogo de todas las medidas de naturaleza autoritaria, cita la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970, pero olvida hacer lo propio con su antecesora, la Ley de Vagos y Maleantes de agosto de 1933, promulgada por la coalición republicano socialista que presidía Azaña, ley cuyo contenido supera mil veces a la ordenanza ahora aprobada e, incluso en dureza a la franquista de 1970. Empezando por la propia denominación republicana: vagos y maleantes, sustituida por el concepto de peligrosidad social, menos infamante y más moderno que el utilizado por aquel gobierno republicano. La ley de 1933, no se olvide, estuvo en vigor hasta 1970, lo que quiere decir que en esta materia no fue la dialéctica franquista la que rigió la sociedad durante casi cuarenta años, sino la republicano socialista. Una norma de izquierdas de autoría del PSOE vigente durante el franquismo que en esta materia acató los dictados socialistas.

Una lectura de la ley republicana de 1933, es recomendable, aunque solo sea para que Oltra y tantos otros mantenedores del franquismo de cuerpo incorrupto suplan su ignorancia y hablen un poco menos de lo que, manifiestamente, ignoran, aunque no les preocupe exhibir su falta de conocimientos –lo prefiero a la mala fe-, con ese desparpajo que da el cobro de una soldada pública sin más responsabilidad que inundar la cabeza a los propios de dicterios y simplicidades.

¿Quiénes eran considerados vagos y maleantes para aquella ley y qué medidas cabía adoptar frente a los mismos? Muy resumidamente; los vagos habituales ¿?, proxenetas, mendigos profesionales o los que explotaran a menores de edad, ebrios y toxicómanos habituales, los vendedores de bebidas a menores o los que observaran conductas reveladoras de inclinación al delito. Una relación ésta, casi literal a la de la ley de 1970 que incluyó, es cierto, a los que practicaran la homosexualidad.

Las medidas de seguridad que se decretaban, bastante coincidentes en ambos casos, consistían en internamientos en centros determinados, aislamientos curativos, prohibiciones de residencia en lugares señalados, sumisión a vigilancia de la autoridad y multas en muchos casos.

En resumen, unas leyes, la republicana y la franquista, similares y que convendría no imitar, aunque esta ordenanza no sea asimilable a aquellas. Y, seguramente, aunque la sociedad formada en la represión lo demande y conceda votos, sería positivo no redactar normas que regulan la vida de las personas hasta el punto de prever como ilícitas conductas comunes que esconden alternativas éticas y que relegan la protección social debida a los necesitados a la sanción que oculta la miseria, la tapa, pero que no ofrece una salida digna a los dramas humanos de los más débiles.  

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