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Juan Carlos Padilla Estrada

Las crónicas de don florentino

Juan Carlos Padilla Estrada

En el Consejo de Ministros

Rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros

 ─Vamos a ver, perlas. Tenemos una serie de compromisos y hemos de premiar a exministros y otras gentes.

─¿Premiar a exministros, señor Presidente? ¿No es suficiente el haberlo sido y los privilegios que conlleva el cargo, más la pensión, más la notoriedad, más las opciones laborales que se le abren al ex tras su cese, más…?

En el Consejo de Ministros se miran incómodos unos a otros. Y en sus mentes se concreta una idea, más o menos similar: “Ya está el crítico este de Félix tocando las narices”.

Pedro Sánchez sonríe con ese gesto que lo ha hecho legendario, una mezcla entre “celebro que me hagas esta pregunta” y “te vas a enterar, majete”:

─Los Gobiernos suelen conceder a ex ministros la gran cruz de Carlos III. ─Silencio. Todos escuchan, incluido Félix. Sonrisa presidencial─. Se trata de la más alta distinción honorífica entre las órdenes civiles españolas, cuyo objetivo es "recompensar a los ciudadanos que con sus esfuerzos, iniciativas y trabajos hayan prestado servicios eminentes y extraordinarios a la nación".

“Servicios eminentes y extraordinarios a la nación”, repiten en sus cerebros los ministros, como un mantra, intentando asimilar el concepto, que a alguno se le resiste.

─Y nosotros no vamos a ser una excepción. Además, vamos a otorgar esa cruceci… digo esa altísima distinción, a varios exministros del PP.

Estupefacción, miradas vacunas al Presidente, hasta que una de las ministras, una que no suele hablar en las reuniones porque prefiere hacerlo con la prensa, solo acierta a balbucear dos palabras: “¿Del… P…P?”

Satisfacción no contenida. Sonrisa de anuncio de dentífrico. Asentimiento con alegría contenida en el Presidente:

─Así es. Este gobierno de progreso y cambio no entiende de rencores históricos y recompensa a sus pu… a sus adversarios políticos aun a sabiendas de que ellos no lo harían jamás con nosotros. De modo que a vamos a otorgar la dicho…, digo la honorable cruz a Gallardón, a Margallo, a Wert, a Soria, a De Guindos y a algunos más de esa cater... de ese estimado grupo.

─¿A Wert, señor presidente? ¿El de la reforma educativa?

─Afirmativo.

─¿A Soria… ese Soria?

─Así es.

─¿No será el De Guindos que todos pensamos?

─El mismo.

En el silencio de la sala del Consejo se podía escuchar el run run de los cerebros ministeriales asumiendo las palabras de su presidente. Run… run…run…

Finalmente, tras unos minutos levemente incómodos, Sánchez volvió a tomar la palabra.

─Compañeros y compañeras, ministros y ministras… la generosidad de este gobierno es legendaria. (“Sobre todo con dinero ajeno”, fue el pensamiento de varios ministros y ministras, pero no me está permitido desvelar sus identidades). De manera que vamos a otorgar la cruz a estos del PP y a los nuestros, claro. Apuntad: Dolores Delgado, José Luis Ábalos, Celaá, Montón, Salvador Illa, Manuel Castells, Pablo Iglesias y… silencio expectante… Máxim Huertas.

Más silencio. Más Run run. Esta vez largo. Hasta que el tal Félix se atrevió a lanzar la pregunta que rondaba en todos los cerebros:

─¿Maxim… Huertas? ¿Ese que estuvo menos de una semana como ministro y que hubo de dimitir por sus líos con Hacienda?

Sonrisa de satisfacción:

─El mismo.

─¿Vamos a premiarle los servicios eminentes y extraordinarios a la nación que ha prestado con esfuerzos, iniciativas y trabajos… durante… 6 días?

Sonrisa.

─Vamos a ver, amigos y amigas: ¿Qué es el tiempo cuando se habla de vocación de servicio, cuando se valora la intensidad, la dedicación, el compromiso y el deseo de servir a tu país, aunque sea desde el más modesto de los puestos?

─¿Modesto, señor Presidente? ¿Ministro de Cultura? ¿No cree usted que los españoles no van a entender muy bien este reconocimiento?

Pedro Sánchez se estiró en su sillón. Y compuso el gesto que todos conocía: “Hemos llegado a donde quería”. Dejó transcurrir unos segundos, miró uno a uno a los miembros de su gabinete y sonrió:

─A los españoles dejádmelos a mí. He de reconocer, modestamente, que consigo convencerles de casi todo. Porque… ─nueva pausa, esta vez con asentimiento de cabeza, lento, cadencioso─ …porque los españoles, sencillamente, me adoran.

En los cerebros de los ministros se fue gestando un nuevo pensamiento: Run, run, run… “Así es… los españoles le adoran”.

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