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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

Política es esto

El PP que gobierna reivindica sus políticas como alternativa al Gobierno

Lo único seguro es que, durante un periodo que quizá sea dilatado, vamos a navegar a impulsos de incertidumbre. La complejidad ha desbordado los mecanismos de gestión y reproducción del sistema. La mentalidad que imagina que los problemas de gran intensidad vienen uno detrás de otro descubre que las interconexiones son de otro tipo: las complicaciones tienden a lo caótico y se solapan. Lo normal consiste en vivir excepcionalmente. La planificación se vuelve más difícil, las intenciones se oscurecen y las responsabilidades se difuminan. Pero, por razones sociales y hasta psicológicas, nada de eso nos conduce, per se, a imaginarnos en una distinta racionalidad, sino a apurar lo conocido hasta que sólo queden sus escombros.

¿Quién se acuerda de aquella nueva normalidad? Hemos gripalizado la pandemia –no sin recelos-, pero no podemos gripalizar los efectos de la guerra y la acumulación de fracturas en la economía. Más grave era la covid: mataba, aunque lo vamos olvidando. Pero ante la pandemia podíamos encogernos de hombros porque sabíamos que del virus nadie era culpable –que me perdonen los conspiranoicos-. Ahora, sin embargo, la desesperación y el desasosiego pueden empujarnos a ver culpables por todas partes: las crisis económicas nos vuelven a todos algo conspiranoicos. Y lo que es peor, con pocas esperanzas de poder discernir entre las ideas razonables y aquellas que son intocables porque se derivan de la entrega genérica de la toma de decisiones principales a una mano invisible. Por lo demás, los economistas no son como los virólogos, ni la subida de precios y las amenazas concatenadas de los sectores económicos precisan de demasiado razonamiento. Al final, el enojo no recae sobre los causantes de la crisis sino sobre los políticos que, presuntamente, no hacen nada por resolver sus efectos.

¿Cabe en este escenario la esperanza y el optimismo? Yo diría que a una parte de la sociedad no se les debe exigir: más presión es indecente. Pero a otra sí. Sobre todo a aquella que se ha comprometido a asumir la dirección de la cosa pública, incluyendo a las militancias partidarias y de organizaciones cívicas. Sabemos que hay políticos canallas que se van a alegrar de todo esto, que están ávidos de saltar a la yugular del empobrecido, del desquiciado, para prometerle lo que sea menester. De esos aquí no hablaré. Prefiero dirigirme a las diversas expresiones de las izquierdas, incluyendo sindicalistas, dirigentes sociales o intelectuales.

La principal constatación es que se ha acabado para bastante tiempo la coherencia basada en presunciones que se construyeron en las últimas décadas. No es que los programas políticos no sirvan; pero, al menos, hay que hacer tres observaciones acerca de su relativa obsolescencia. Una es que lo que va a cambiar, lo que debe cambiar, es la forma de la política, buscando mucha más eficacia y legibilidad. Navegar con abstracciones y juegos de palabras, hasta que la política se vuelve incomprensible, nos conduce al desastre. La segunda es que el marco de referencia se ha alterado: o aprendemos a pensar desde la perspectiva europea o no nos sirven las reflexiones. La tercera es que lo urgente va a devorar con avidez algunos sueños y muchas probabilidades. Eso no significa que no intentemos planificar: de hecho el pensamiento estratégico es más importante que nunca, pero sí implica que en el listado de preferencias delante debe ir… lo urgente. Y lo urgente debe ser la reducción de precios, la creación de empleo de calidad, las garantías seguridad energética, el ataque frontal contra las causas de la pobreza, garantizar un marco de seguridad compartido, etc. La solidaridad es importante, la lucha por la igualdad real más.

Esto se puede decir de otra manera: las izquierdas se han recreado, en gran medida, en programas basados en valores postmaterialistas que privilegiaban, entre otras cosas, la extrema pluralidad, la fragmentación de luchas, la prioridad por la identidad y la convicción de que los avances en estas materias serían irreversibles. Pero ahora vamos a descubrir que el dolor y la incomprensión son mucho más básicos. Y que las relaciones entre diversidad e igualdad tienen perfiles que no pueden simplificarse a voluntad. O que las urgencias requieren de la concentración de pensamientos, opciones y luchas, y que la identidad de los pobres y despreciados –los vulnerables ya han sido vulnerados- se pondrá por delante de otras. O, en fin, que buena parte del programa de las derechas consiste en revertir los avances en estas cosas. Por eso más conquistas en la igualdad de mujeres y hombres o en el reconocimiento LGTBI exigen parar el despeñadero social por el que caen los más frágiles. La defensa de la transición ecológica que nos proteja del cambio climático no puede distraerse y dispersarse en decenas de luchas dispersas, hasta conformar un maremágnum de proyectos y signos que aleja de la comprensión de lo necesario a muchas personas de buena fe, que en algunas demandas sólo verán ahora gastos superfluos. La presión de las necesidades básicas provocará grietas entre los sujetos preferentes de las luchas postmaterialistas: más pobreza es más rencor frente a los inmigrantes, más tensiones internas en los movimientos críticos y de estos entre sí. Y más dificultades para mantener las alianzas políticas que garantizan que la ultraderecha no llegue al Gobierno.

Esta crisis también es una crisis de categorías intelectuales. Obviarlo, por pereza mental y moral, que nos repite que las causas que hemos defendido por muchos años eran justas, es la mayor traición a esas causas y hace que se ponga por delante al instrumento –el partido, la asociación…- que sus objetivos. Por ejemplo: no podemos seguir hablando de justicia fiscal en abstracto –las perogrulladas no pagan impuestos- sino que la izquierda debe ponerse a trabajar en una concreción de la nueva fiscalidad. De la misma manera hay que entender que no nos sirve ni la alegría de las banderas desplegadas ni la tristeza de las catacumbas o las barricadas. Hay que estar a la defensiva, pero hay muchas maneras de jugar a la defensiva. La principal: el establecimiento de propuestas comprensibles, la construcción cotidiana de acuerdos sobre lo prioritario. Ni siquiera podemos contemplar el Estado social como lo hemos entendido muchas veces: la intervención de los poderes públicos debe incorporar factores como la eficacia, la lucha contra la burocracia y el buen gobierno: el que da confianza, rinde cuentas, amplia los niveles de participación y combate todas las brecha en el acceso a los mismos recursos públicos. Miraremos a la política y veremos la desmoralización y la confusión de mucho aficionado. Pero no olvidemos que política es esto.

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