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Antonio Gil Olcina

Mediterráneo: polisemia y error

Mar Mediterráneo.

La palabra “mediterráneo” posee una polisemia singularmente rica, al extremo, que ha sido empleada con un significado y su antónimo: así, dícese de lo que está en el interior de un territorio. Cicerón llama mediterráneo a lo que está en medio de tierras, lejos del mar. Sin embargo, hoy, sin desconocer la etimología latina del vocable, de “medius” y “terra”, o sea, lo que está rodeado de tierra; se utiliza, en general, con mayor o menor precisión, para indicar relación o pertenencia al Mar Mediterráneo o a los territorios que baña. A través del tiempo, el término ha experimentado un giro copernicano, hasta la antonimia: dos milenios atrás, la Meseta Central podía ser calificada de mediterránea; en la actualidad, ese adjetivo designa el litoral, franja costera e islas del Mediterráneo. Mereció esta denominación romana el “mare interius” o “internum”, que, como señala Plinio el Joven, está entre Europa, Asia y África; o, más exactamente, Europa meridional, Asia occidental y África del Norte. Cuna de la civilización occidental, su preeminencia y centralidad fue completa durante la antigüedad y el medievo, hasta la apertura de la navegación atlántica, sin infravalorar la revitalización que supuso la apertura del Canal de Suez (1869). Durante tres milenios, sucesivas talasocracias (fenicia, griega, cartaginense, romana, musulmana, aragonesa, turca, hispana, inglesa) impusieron su poderío naval en el Mediterráneo. Los romanos hicieron del extenso mar continental una encrucijada de rutas del vasto imperio, el “Mare Nostrum”; y, con referencia a Creta, configuraron la rosa náutica o rosa de los vientos que, con algún injerto árabe (garbino o lebeche, jaloque), ha llegado hasta nosotros.

A pesar de que, con una diacronía tan excepcional, la palabra “mediterráneo” goza de una polisemia de enorme amplitud, no escapa, con bastante frecuencia, más allá del tropo semántico de la metonimia o transnominación, al error, incurriendo en él por vía de extralimitación. Como ejemplo, es habitual la afirmación de que la ibérica es la mayor de las penínsulas europeas mediterráneas; aseveración que no es, por entero, válida; ni siquiera llega a ser una verdad a medias, por cuanto la longitud del litoral atlántico excede a la del mediterráneo. Yerros de mayor calado y profundo arraigo, que no resultan amparados por el amplio paraguas polisémico, campan a sus anchas y por doquier tanto en climatología como geobotánica.

En climatología, el portón lo abrieron las clasificaciones climáticas denominadas geográficas, desarrolladas por la brillante escuela de geografía regional francesa. Este método de tipificación climática fue concebido y difundido por el eminente geógrafo francés Emmanuel de Martonne, quien lo propuso en su famoso “Traité de géographie physique” (1909), durante casi medio siglo manual de base para la enseñanza de dicha disciplina en Francia y otros países europeos. En esencia, el procedimiento consiste en identificar un clima en el territorio donde posee carácter prototípico, designarlo con el nombre de aquel y extender, por analogía, la denominación a espacios de rasgos climáticos similares. El interés del planteamiento ideado por Martonne reside en una percepción sintética y global, geográfica, de la realidad climática; muy fructífera siempre que se posea una imagen suficientemente completa y precisa del prototipo escogido. Ha sido objeto de otras críticas y objeciones, como la desigual idoneidad de los nombres geográficos elegidos, a veces equívocos; sin que tampoco deje de sorprender la traslación de los mismos para reunir realidades geográficas que, con ciertas similitudes, dejan de ser idénticas. Estas, más que dificultades, confusiones se plantean con los climas englobados bajo la denominación de mediterráneos, que incluyó, en principio, los denominados portugués, helénico y sirio; con posterioridad, se excluyó el sirio por considerarlo seco, y se añadió el californiano. De estos climas, solo merece la denominación plena de mediterráneo, el heleno o griego, mientras resultan, por completo, improcedentes las inclusiones de los tipos portugués y californiano. Obviamente, ambos no guardan relación alguna con ningún mar mediterráneo. El error radica en considerar mediterráneos climas cuyo denominador común es la presencia de verano seco, desconociendo que este no es un rasgo de mediterraneidad, sino de subtropicalidad, que la mayor parte del Mediterráneo comparte con regiones planetarias donde no existe mar interior alguno (California, Centro de Chile, región sudafricana de El Cabo, franja de Australia Meridional); pero sí es hegemónica, por latitudes próximas a las de la mayor parte de la Península Ibérica, durante el estío, la subsidencia subtropical, que inhibe en unos y otros territorios las precipitaciones.

El desacierto consiste en establecer una equivalencia improcedente entre climas mediterráneos y templados de verano seco, concepto este de mayor extensión y menor comprensión que el primero: la práctica totalidad de climas mediterráneos son climas templados de verano seco; pero no viceversa, puesto que los primeros no son sino un subconjunto de los segundos. La equivocación se proyecta ampliamente en la Península Ibérica, porque es creencia casi general y arraigada, aunque errónea, que, a excepción de los climas oceánicos y secos, sus restantes climas son mediterráneos. La realidad es bien diferente: los restantes son todos, salvo algún isleo montañoso, climas templados de verano seco, que engloban los de interior, continentalizados; los de influencia atlántica y, últimos en superficie, los propiamente mediterráneos. Las franjas litoral y prelitoral mediterráneas raramente exceden cien kilómetros de anchura. Así, en tierras alicantinas, no es preciso acceder al espacio meseteño aledaño, basta alcanzar el Alto Vinalopó, donde el endurecimiento del invierno villenense evidencia que la continentalización priva sobre una moderación marina ausente, sin presencia alguna. No es casualidad que algunas de las mínimas absolutas más bajas y, desde luego, las amplitudes térmicas anuales más elevadas (20-22ºC) correspondan a la mitad oriental de la Península, donde la influencia atlántica se debilita y desvanece, mientras la mediterránea, a contracorriente del flujo dominante del oeste, no llega.

El extendido y arraigado error climático ha contaminado y falseado la terminología geobotánica referida a buena parte de la Península Ibérica, allí donde imperan climas templados de verano seco continentalizados o de influencia atlántica. Así, afirmar que Cabañeros o Monfragüe constituyen ejemplos prototípicos de bosque esclerófilo mediterráneo, por usual y frecuente que resulte, no deja de ser inadvertencia y equivocación; porque lo cierto es que esos bosques, sin dejar de ser esclerófilos, no son mediterráneos, sino de clima templado con raigambre atlántica y verano seco de filiación subtropical. Paradigma arquetípico de la expresada confusión terminológica proporciona la Cordillera Central, cuyas precipitaciones son, en su práctica totalidad de procedencia atlántica, casi por entero en sus sectores occidentales (Sierra de Gata, Peña de Francia). Desde allí disminuyen hacia el este, a medida que, con el alejamiento del océano, se acrecienta el sotavento longitudinal, máxime si se superpone algún otro orográfico. Obviamente, la caracterización como mediterránea de dicha cadena es un error; y secuela del mismo el empleo de este vocablo para denominar sus pisos de vegetación (termomediterráneo, mesomediterráneo, supramediterráneo, oromediterráneo, crioromediterráneo); de igual manera, como se ha dicho, el bosque xerófilo de quercineas, cuya especie más difundida y representativa es la encina.

Aunque las denominaciones improcedentes, carentes de fundamento, hayan adquirido, por su común y reiterado uso, carta de naturaleza y se hallen tan arraigadas y generalizadas que su empleo resulte punto menos que irreversible; no deja de ser cierto que su corrección resultaría, más que oportuna, significativa y sugerente: así, hablar, por ejemplo, de bosque esclerófilo de climas templados de verano seco, puesto que la cutícula espesa en las hojas de las quercíneas xerófilas, coriácea en la encina, debe esa peculiaridad, en última instancia, a la subsidencia subtropical, responsable no solo de la escasez pluviométrica estival, sino también de las más duras y prolongadas sequías, con bloqueo y desvío de las borrascas atlánticas. Por ello, no parece ocioso ni excesivo iterar, dada la entidad y extensión del error, que el verano seco no es signo de mediterraneidad, sino de subtropicalidad.

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