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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

La importancia de llamarse Botànic

Oltra enseña el documento del acuerdo del Botànic II.

Nos acostumbramos a pensar e imaginar el futuro político como un sistema de pactos. En cierto sentido, incluso, las apelaciones o reflexiones sobre el voto, incluyen a los potenciales aliados de una determinada fuerza. Es el resultado del fin del bipartidismo. Pero el bipartidismo no acabó porque, en sí, sea “malo”, sino porque su desarrollo durante lustros fue negativo, vergonzoso a veces. El problema es que PP y PSOE, y viceversa, se parecieron tanto a sus adversarios que la democracia se convirtió en una máquina en la que casi daba igual el resultado a muchos efectos. O al menos así era interpretado por la ciudadanía. Porque podía haber diferencias en las propuestas, pero había una identidad sustancial en las maneras de hacer política, en las formas de la relación entre partidos, instituciones y sociedad. ¿Podemos decir que lo que ha venido luego es perfecto? No, no lo es. Donde a la muerte del bipartidismo le sigue la polarización extremada, podemos aventurar que llegará luego cansancio, desinterés y una mala práctica política similar a la que acompañó al declive del bipartidismo. Esto lo digo porque algunos piensan que el regreso al bipartidismo es imposible. No lo es. De hecho, muchas críticas que se hacen al bipartidismo caen en el vacío, una buena parte del electorado ya no lo recuerda; pero sí ve disputas sin cuento y bloqueo de instituciones.

Estamos en un escenario mucho más abierto, fruto de una herencia complicada y de un mundo que sólo puede leerse con perplejidad. Sabernos turbados es lo mejor que nos puede pasar: las grandes certidumbres, que se demandan cotidianamente, están bien, pero pueden ocultar demasiada mentira estructural. Mejor imaginarnos interrogándonos, frente a un espejo empañado, siendo más prudentes que ayer y menos soberbios que mañana, reflexionando, hablando. Esta idea, tan de mínimos, es una invitación a una deliberación sobre pactos.

Es posible una mayoría absoluta, por supuesto. La veremos en muchos lugares y, casi siempre, expresará la desazón ante la acumulación de crisis y tensiones. Pero en muchos lugares va a gobernar un pacto. Y eso requiere una cultura, una predisposición, unas técnicas, que aún no todos han interiorizado. Hay políticos ávidos de pasear sus águilas al frente de sus legiones, periodistas incapaces de leer la realidad si no es en clave de conflicto, y segmentos de ciudadanía más cómodos nadando entre memes y viendo el mundo en blanco y negro.

La cuestión es cómo asegurar la gobernabilidad con esos pactos. En realidad no es difícil de imaginar: repásense los gobiernos monocolores de la democracia española y veremos que, a veces, fueron inestables, perfectamente cainitas pese a disponer de mayoría absoluta. Pero es cierto que la multiplicación de logos y de liderazgos no siempre contrastados, hace que el pacto sea, o parezca, más complicado. En el País Valenciano contamos con una experiencia singular: el acuerdo del Botànic. Es el pacto más antiguo de la izquierda española –junto con el Ayuntamiento de Barcelona-, el que ha sobrevivido a todas las peripecias que los desastres le han enviado, el que se repensó tras unas Elecciones autonómicas. Y el que ha perdurado pese a sí mismo, a sus desavenencias y tristezas, al borde del acantilado. Pero ha sobrevivido. No creo que haya sobrevivido porque se haya dedicado a sobrevivir, sino porque tuvo un impulso inicial formidable, unas coincidencias en los objetivos y los medios más que notables y unos liderazgos nítidos y perdurables. Y porque todo eso ha evolucionado. Si se me permite, diré, incluso, que porque una parte de todo eso se ha agotado.

Y sin embargo esa no es partida de defunción, como desearían en feliz coyunda PP, Vox y Ciudadanos. Ni siquiera como a veces creen algunos cuadros de PSOE, Compromis y UP. Algunos agotamientos son la enseña del éxito. Porque el Botànic es una historia de éxito: porque, sencillamente, la Comunidad Valenciana es otra bien distinta, pese a todas las plagas, que la que encontró el Botànic. Mejor, más confiada, más solidaria, más humana, más responsable, más digna. No piense nadie que digo esto por decir, por ejercicio propagandístico. Estoy mal dotado para esas cosas. Lo digo tras una seria reflexión y más de un disgusto vital. Porque la cuestión es: esa derecha dicharachera, ¿qué está promoviendo? Y promover es algo más que prometer. Me temo que para muchos el avance a la diestra consiste en regresar al pasado. Porque la derecha valenciana ha sido incapaz de generar en la oposición una cultura alternativa a sí misma. Y su identidad no es la que quiso tener, sino la que tuvo, la que aún es recordada. Curiosamente, Compromis, PSOE y UP, en el gobierno, sí se han reinventado avanzando en esa línea de gobernabilidad.

Y cuando digo gobernabilidad no hablo de mera gestión –error que a veces comete el Botànic- sino a intentos certeros de establecer nuevos espacios de igualdad, nuevos vínculos con la sociedad civil que no estén marcados por una férrea jerarquía, ni, desde luego, por la existencia de zonas de sombra en la que negociar lo innegociable. Por supuesto no digo que el Botànic haya sido y sea suma de todo bien. Yo mismo, cuando fui Conseller, me equivoqué y no en una cosa, sino, seguro, en ciento. Pero es que una característica del Botànic ha sido no borrar su humana potencia para el error. La derecha no sabe hacerlo y ya promete que sabe arreglar todo, todo, todo. Y ojo: hay ya más desavenencia entre las fuerzas de la derecha que entre las fuerzas del Botànic. Y eso sin gobernar.

Botànic es una marca que va más allá de la oportunidad de un momento: es un entorno de crecimiento de las posibilidades de seguir mejorando, de seguir gobernando de ese modo marcado por la palabra, por una cierta discreción –que a veces los correveidiles de los aparatos partidarios podrían cejar, por el bien de su pulso cardiaco y del sentido del ridículo, en sus prisas por comunicar hasta los suspiros de unos y otros- y, ya, por una experiencia que deberá difundirse por los banquillos partidarios. No digo con ello que un Botànic III debería tener la forma de los anteriores. Creo que no, y es una pena que las prisas nuestras de cada día nos impidan reflexionar estratégicamente sobre ello. Pero llegará el momento. El peligro, ahora, es que no todos los “botánicos” con mando se empeñen, sin tasa, en barrer para casa antes que asegurar el urbanismo del barrio. Eso de nada les servirá. Porque el peligro para cada partido de izquierda no es el de al lado, sino el desencanto, la apatía que conduce a la abstención. Y contra esa no vale el gesto de uno, ni las trampitas de la fontanería, sino la inteligencia mancomunada de todos. Eso es el Botànic. Y eso se votará. O eso o a la derecha. No temáis a la derecha: temed al olvido de lo que somos.

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