Esto es la lamentable ejecución de la sentencia dictada por la inquisición islámica desde el año 1989 tras la publicación de Versos satánicos, bien aderezada con una jugosa recompensa. Un joven extremista le clavó ocho veces un cuchillo en el cuello.

Nadie puede quedar impávido ante semejante barbaridad.

Si repasamos brevemente la historia del escritor veremos que el precio que ha tenido que pagar por la libertad de expresarse ha sido pavoroso.

Hubo de exiliarse, vivía en Estados Unidos y en muchos momentos, además de la persecución de los intolerantes, hubo de luchar contra la insolidaridad, cuando no la cobardía, de personajillos miedosos y temerosos de ofender a la intolerancia. Jimmy Carter, expresidente americano, afirmó que el libro de Rushdie era un insulto; condenaba la sentencia de muerte de Jomeini –eso faltaría– y afirmaba que debíamos ser sensibles a la ira de los musulmanes, incluso de los más moderados. En una carta conjunta el expresidente español José Luis Rodríguez Zapatero y el turco Erdogan, a raíz de la aparición de las caricaturas de Mahoma, expresaron que no hay derechos sin responsabilidades y respeto por las diferentes sensibilidades. Hasta el Papa Bergoglio, tras el asesinato de los dibujantes franceses, reconoció que si insultaran a su madre se llevarían un puñetazo.

Se trata, por casos como estos, de poner en cuestión un derecho esencial en el marco de vida que nos hemos dado los ciudadanos occidentales: el de expresión.

Para algunos parece que el que ejerce esa libertad y genera una agresión a ciertas mentes intolerantes es el culpable –de alguna manera– y no la víctima. Y creo que es un tema que no admite tibiezas.

En una sociedad avanzada como la nuestra, ha de existir una sólida jerarquía de valores, y entre los más valiosos ha de situarse la libertad de expresión.

Porque además, a ella no hemos llegado anteayer ni por generación espontánea.

Ha sido una lucha lenta, dolorosa, venciendo prejuicios, intereses y supersticiones. Quizá merezca la pena en este momento acordarse de Galileo, Hipatia, Gandhi, Víctor Jara o Miguel Servet, como encarnación de mil y una víctimas que cometieron el mismo delito que el señor Rushdie: expresar ideas con las que no estaban de acuerdo algunos intolerantes. Y aunque estemos en el siglo XXI yo levanto mi voz para defender su, querido lector, sea usted quien sea, y mi derecho a expresar aquello que surge de nuestra razón.

Se trata, a mi modo de ver, una piedra angular de la civilización. Nadie agrede con una opinión, una idea no mata: Es la intolerancia la que acaba con vidas. Y si todos, todos, aprendemos a asumir que hay tantas opiniones como personas quizá nos iría mejor como sociedad.

Porque no hay razones ideológicas ni religiosas que pueden silenciar las opiniones de nadie, sean cuales fueren.

Aunque parece que mal atribuida a Voltaire, esta sentencia sigue, muchos siglos después, de lamentable actualidad: «Estoy en desacuerdo con lo que dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo».