Cuando se echa la vista atrás en la reciente historia de España sorprende la facilidad con que los españoles hemos superado determinadas etapas que, en su momento, por su duración y su violencia, parecieron que nunca tendrían fin. Los que vivieron la dictadura franquista suelen decir que parecía que nunca terminaría. Sus tentáculos se extendieron a todos los órdenes de la vida y gracias a la colaboración de la Iglesia Católica, de la oligarquía empresarial, la judicatura y el ejército, el franquismo pudo subsistir cuarenta años. Sin embargo, con la lucha de los demócratas, y a pesar de que buena parte de la sociedad española se acomodó y miró para otro lado, el Estado franquista construido para su eterna duración se deshizo como un castillo de naipes. Para este rápido final fue fundamental la ayuda de destacados franquistas, pero no porque creyeran en la democracia sino para encontrar acomodo y una nueva manera de seguir viviendo de gorra en el nuevo tiempo político. 

Cuando ETA mataba casi todas las semanas también pensábamos que aquello nunca terminaría. La razón fue muy simple: con una parte de la sociedad vasca apoyando de manera directa los asesinatos de ETA y su extorsión, otra gran mayoría instalada en la indiferencia que los llevó a inventarse un lenguaje y una manera de vivir para poder justificar su cobarde actitud de mirar para otro lado y una comunidad internacional que se creyó el siniestro mito del independentista vasco que luchaba por la libertad de su país, el fin de ETA se veía muy difícil de conseguir. Pero se consiguió.

De ese tiempo de bombas lapas, de cartas exigiendo el impuesto revolucionario y de sábanas blancas cubriendo cuerpos en mitad de la calle, se ha comenzado a escribir con la perspectiva del relativo reciente final de ETA. Ya se hizo en plena dictadura etarra, por supuesto. Recuerdo cuánto me impactó, en su momento, la lectura del ensayo de José María Calleja ¡Arriba Euskadi! La vida diaria en el País Vasco (2001). Ahora, en cambio, ya se puede escribir con ETA vencida y sus defensores arrodillados ante la democracia. Cómo fue posible que en el País Vasco las víctimas se convirtieran en sospechas de haber motivado su asesinato (algo habrán hecho), cómo fue posible que el nacionalismo vasco se situara en un lugar intermedio entre los asesinos de ETA y las víctimas que eran asesinadas a tiros en mitad de la calle sin que nunca, repito nunca, nadie viera nada: ni por dónde había huido el asesino, ni a ningún coche salir a toda prisa, ni a nadie guardándose una pistola humeante dentro de la chaqueta.

He terminado de leer hace unos días el interesante libro Lecturas de la violencia vasca (Editorial Catarata, 2002) en el que un grupo de periodistas que vivieron de primera mano la mafia de ETA revive lo asfixiante y extraña que fue la vida durante la dictadura etarra. El gran éxito de ETA, de su brazo político HB y de los jóvenes cachorros etarras que quemaban autobuses, fue convertir la violencia en algo normal y la ley del silencio en el único lugar cómodo en el que situarse sino se quería entrar a formar parte del grupo de apestados que podían convertirse en víctimas de los pistoleros de ETA. Las clases acomodadas del PNV, especialmente los hijos, no dudaban en atacar con vehemencia a todo aquel que defendía la democracia y señalaba a ETA como una banda de asesinos. Sé de lo que hablo. A principios y mediados de los años 90 me relacionaba con jóvenes del País Vasco. Era un tema del que no se podía hablar. Sobre todo, del origen de su confortable situación económica. Mirar para otro lado era beneficioso económicamente. Para aquellos jóvenes yo era un madrileño que vivía en Alicante. Ya se sabe: todo el día comiendo paella, bailando Paquito el chocolatero y haciendo windsurf. Sólo ellos y ellas, jóvenes vascos, podían hablar con propiedad de la violencia vasca y de sus orígenes. Los etarras eran poco menos que luchadores por la libertad de Euskadi. El Estado opresor no les daba otra opción que matar y robar. Lo trágico es que la clase acomodada del PNV aceptaron, de facto, y al no ponerse nunca en el lugar de las víctimas, la pena de muerte para los otros. Estoy seguro de que muchos de aquellos que me respondían con gran violencia verbal a mis críticas al nacionalismo vasco que se puso de perfil ante la violencia etarra y que jamás tuvieron un gesto de apoyo hacia las víctimas, hoy día son responsables de recursos humanos de importantes empresas en las que sin duda alguna fomentaran entre sus trabajadores la empatía y el compañerismo.

Queda pendiente, en cualquier caso, que los nietos de aquel nacionalismo vasco que vivió con indiferencia los asesinatos de ETA escriban, algún día, sobre la actitud miserable de sus padres y abuelos. Mientras tanto los descendientes de las víctimas del franquismo y de ETA vamos a recordar y hablar de todo lo que queramos.