En algunas ciudades se está planteando un debate incipiente, por fin, sobre los verdaderos efectos del éxito turístico. Hay beneficios evidentes para la actividad económica y el empleo, pero también consecuencias negativas, como los alquileres inalcanzables, la colonización turística de los cascos históricos o incluso el mal gusto de algunos visitantes, que se sienten más atraídos por el alcohol barato y la permisividad española con el ruido que por los monumentos históricos o la cultura y las tradiciones del destino.

Sin embargo, las tendencias turísticas están cambiando en la era digital. Para mucha gente, la Historia no importa lo más mínimo. Lo que se busca es lo conocido, lo espectacular, el momento selfie. Cualquiera que haya ido al Louvre lo sabe: desde hace años la sala de La Gioconda está más concurrida que un vagón de metro en hora punta. La gente espera el momento oportuno para tomarse una foto allí, sin más interés que poder subirlo a Instagram, Twitter, TikTok o el anticuado Facebook. La cultura nunca fue tumultuosa, todo lo contrario.

La inmersión digital desplaza los monumentos en la sociedad contemporánea. En Madrid, por ejemplo, el estadio Santiago Bernabéu recibe ya casi tantas o más visitas que el Museo del Prado, o que el Reina Sofía, además de ingresar en torno a 50 millones de euros al año. En Barcelona, el Nou Camp se codea con la Sagrada Familia, con tours que llegan a costar hasta 139 euros el más caro. Los aficionados recorren medio mundo para ver un partido, o ver los museos de sus equipos, trofeos, vestuarios, salas de prensa. En pocos años, las iglesias barrocas y las ruinas de prestigio serán pasto del olvido, en un mundo turístico dominado por la novedad, la notoriedad o la simple estética visual.

Julia Lescano ha escrito un libro importante sobre esta forma de vida contemporánea: Vida escaparate. Se pregunta la autora si vivimos para ser vistos, o si nos dejamos ver porque de lo contrario es como si no existiéramos. Es un buen punto de partida. Teniendo en cuenta la creciente incultura popular, la admiración por el presente y lo inmediato, la persecución de la foto irreflexiva ante la obra de arte reconocible, puede que lleguemos a un punto en el que las ciudades históricas echen de menos el maná del turismo de masas, desplazado a otras latitudes en busca de la última muestra de ingenio del visionario de turno. Sin espectáculo, no habrá turismo. El mundo selfie se rige por sus propias reglas.