Hace algunos años publiqué un libro titulado “El pato en la escuela”. Más adelante verá el lector de dónde procede este título. Pretendía reflexionar en esa obra sobre la necesidad de que la escuela comprendiese, atendiese y amase la diversidad de su alumnado. Lo cual exige dar respuesta a los intereses, necesidades y capacidades de los alumnos y de las alumnas.

Dice Rosa Montero en su última obra, titulada “El peligro de estar cuerda”, publicada en el pasado mes de abril y de la que he leído la séptima edición: “Hay dos afirmaciones opuestas que sin embargo son igualmente válidas, porque la vida es contradictoria y paradójica, y esas afirmaciones son:

Verdad número uno: Todos somos iguales.

Verdad número dos: Todos somos diferentes”.

La escuela tiene que tener presentes en su quehacer cotidiano estas dos afirmaciones que han de ser guía de sus concepciones, actitudes y prácticas profesionales.

Cuenta Alejandro Jodorowsky, artista, cineasta y escritor de origen chileno, afincado en Francia, que una madre le cuenta a una amiga:

- Tengo un problema con mi hijo. Me ha traído las notas del Colegio: una

calificación sobresaliente en dibujo y un suspenso en matemático.

- Y ¿qué vas a hacer?, pregunta la amiga.

- Le voy a poner a trabajar de inmediato con un profesor particular de

matemáticas.

- Yo creo que te equivocas. Lo que tienes que hacer es ponerle un profesor de dibujo. Desarrolla su talento. Todos servimos para algo especialmente, pero no todos servimos para lo mismo.

La anécdota nos lleva irremediablemente a la revisión de nuestras reacciones ante lo que sucede con nuestros hijos y alumnos a la hora de cultivar y desarrollar sus capacidades.

La reacción de la madre parece lógica desde una perspectiva, pero no lo es desde otra. Es lógica desde la pretensión de que el alumno supere todas las asignaturas, no lo es si se piensa que lo más deseable es que el alumno alcance el máximo desarrollo en aquellas facetas en las que tiene más potencialidad. Es evidente, por otra parte, que el chico disfrutará más haciendo aquello que le gusta y para lo que se siente mejor dotado.

Visité hace muchos años la escuela de Summerhill, fundada por Alexander Neill. Era entonces como un faro que iluminaba el mundo pedagógico. Una escuela en la que los alumnos eran protagonistas, en la que se buscaba su felicidad y en la que la libertad estaba por encima de la rutinas y de la burocracia. Cuando visité Summerhill, después de haber leído todo lo que se había publicado sobre esa escuela (cómo olvidar “Corazones, no solo cabezas en la escuela”, escrito en 1978), ya no vivía el fundador.

Dirigía la experiencia su viuda. Hablé con ella durante una mañana.

Lamentablemente era verano y no estaban los alumnos y las alumnas.

Recuerdo la emoción al recorrer la sala donde celebraban diariamente las asambleas y todo el espacio donde se desarrollaba el trabajo y la vida.

Los alumnos elegían a qué clases querían asistir y a cuáles no.

No mucho después, en la Universidad de Norwich, me encontré con una exalumna de Summerhill que estaba realizando su tesis doctoral. Me contó que, cuando estudiaba en Summerhill había decidido no cursar matemáticas. No lo hizo en toda su escolaridad. Le pregunté si le había condicionado su trayectoria académica. Y me dijo sin dudarlo un momento que no.

Hay una tendencia en la escuela a la homogeneización. Todos tienen que hacer lo mismo, llegar a los mismos objetivos, en los mismos tiempos, de la misma forma y comprobar que han conseguido lo pretendido a través de las mismas evaluaciones. Digamos que existe un prototipo que hace que todos tiendan a ajustarse a él.

En el libro citado hago referencia a la conocida fábula de la escuela de los animales. Dice así:

Cierta vez los animales del bosque decidieron hacer algo para afrontar los problemas del nuevo mundo y organizaron una escuela. Adoptaron un currículo de actividades consistente en correr, trepar, nadar y volar.

Para que fuera más fácil enseñarlo, todos los animales se inscribieron en todas las asignaturas.

El pato era un estudiante sobresaliente en la asignatura de natación. De hecho, superior a su maestro. Obtuvo un suficiente en vuelo, pero en carrera resultó deficiente. Como era de aprendizaje lento en carrera, tuvo que quedarse en la escuela después de hora y abandonar la natación para practicar la carrera. Estas ejercitaciones continuaron hasta que sus pies membranosos se desgastaron y entonces pasó a ser un alumno apenas mediano en natación. Pero la medianía se aceptaba en la escuela, de manera que a nadie le preocupó lo sucedido salvo, como es natural, al pato.

La liebre comenzó el curso como el alumno más distinguido en carrera pero sufrió un colapso nervioso por exceso de trabajo en natación. La ardilla era sobresaliente en trepa, hasta que manifestó un síndrome de frustración en la clase de vuelo, donde su maestro le hacía comenzar desde el suelo, en vez de hacerlo desde la cima del árbol. Por último enfermó de calambres por exceso de esfuerzo y entonces la calificaron con un seis en trepa y con un cuatro en carrera.

El águila era un alumno problema y recibió malas notas en conducta. En el curso de trepa superaba a todos los demás en el ejercicio de subir hasta la copa del árbol, pero se obstinaba en hacerlo a su manera.

Al terminar el año, una anguila anormal, que podía nadar de forma sobresaliente y también correr, y trepar y volar un poco, obtuvo el promedio superior y la medalla al mejor alumno.

Esta fábula nos ayuda a reflexionar sobre la diversidad infinita del alumnado y los riesgos que existen al exigirles que sus expectativas y exigencias se acomoden a un alumno de tipo medio. Hemos visto en el cierre de la fábula quién recibió la medalla al mejor alumno.

El niño tipo es el varón, blanco, creyente, heterosexual, castellanoparlante, payo, sano, vidente, espabilado, que aprueba todas las asignaturas… En definitiva, un alumno normal para la institución, que castiga a quienes hacen las cosas a su manera. A ese alumno de tipo medio va dirigido el discurso y él es propuesto como modelo para todos (y para todas, claro).

Con estos criterios funciona la institución, y cada miembro de la institución los hace suyos. Lo hemos visto en la anécdota de Jodorowsky con la que he abierto el artículo.

Se ha vivido la diferencia como una lacra, no como una bendición; como una rémora, no como un estímulo; como una carga, no como una oportunidad.

Curiosamente se buscaba en la justicia el fundamento de esta uniformidad, sin caer en la cuenta de que no hay mayor injusticia que exigir lo mismo y de la misma manera y en el mismo tiempo a quienes son tan diferentes.

Si un centímetro cuadrado de piel nos hace diferentes a todos los seres humanos, ¿qué sucederá si tenemos en cuenta toda la piel, con todo lo que contiene, con la historia, los sentimientos, las expectativas, las capacidades, los valores…?

Es importante conocer bien a los alumnos y a las alumnas. Aceptarlos como son, no pretender hacerlos a nuestra imagen y semejanza o a imagen y semejanza de ese prototipo de alumno que se convierte en un modelo al que todos deben encarnar.

Eso significa también que los alumnos tienen que conocerse y aceptarse como son. Y no sentirse acomplejados ante la forma de ser, de saber del prototipo. No se puede alcanzar un buen desarrollo si no se parte de un buen conocimiento y de una buena aceptación de sí mismo..

Recuerdo un breve y significativo diálogo entre un elefante y una hormiga.

Le pregunta una hormiga a un elefante:

- ¿Cuántos años tienes?

- Tengo tres años.

El elefante le pregunta a la hormiga.

- Y tú, ¿cuántos años tienes?

- Yo también tengo tres años, pero yo es que he estado malita.

La hormiga no se siente bien en su tamaño. Por eso atribuye su pequeñez a una enfermedad que le ha impedido crecer como es debido. Pobre hormiga.

No por ser hormiga sino por compararse torpemente con el elefante. Cité un libro al comienzo y cierro con otro que publiqué en la Universidad Uniminuto de Bogotá. “La gallina no es un águila defectuosa”. Para pensar.

Y para actuar.