Toda época tiene sus mantras. Palabras que, repetidas hasta la saciedad, se introducen en la psique de todos nosotros, convirtiéndose en extraños objetos de culto que se aceptan sin siquiera pasarse a pensar acerca de sus consecuencias.

La más actual es “activismo”. Y para describir a la persona que lo practica, “activista”. Un militante, dice la RAE, de un movimiento social, de una organización sindical o de un partido político que interviene activamente en la propaganda y el proselitismo de sus ideas.

A primera vista no parece haber ningún inconveniente. Pero, como siempre ocurre, casi nadie se para a mirar la letra pequeña o pasa de la segunda acepción. Y es que, como tercera, el diccionario define el activismo como la “doctrina según la cual todos los valores están subordinados a las exigencias de la acción y de su eficacia”. Precisamente el significado que se le da hoy en día por quienes, con demasiado ímpetu y con poco seso, enarbolan sus banderas, cualesquiera que sean.

Ejemplo paradigmático es lo que viene ocurriendo desde hace unas semanas con la destrucción de decenas de obras de arte por todo el mundo. Valiéndose de la excusa del cambio climático, energúmenos de todo sexo y edad han lanzado botes de pintura, alimentos y otras sustancias pringosas contra lienzos de Monet, Van Gogh o Vermeer.

¿El motivo? Protestar contra el uso de los combustibles fósiles o la excesiva contaminación. O, como dijo uno de ellos después de lanzar una lata de sopa de tomate sobre un cuadro postimpresionista, para “denunciar la actual situación marcada por la escalada de precios y la crisis energética, que fomentan que el combustible sea inaccesible para millones de familias, que pasan frío y hambre y ni siquiera pueden darse el lujo de calentar una lata de sopa”. Por ello, al ser la sopa inaccesible para las familias con pocos recursos, decidieron lanzársela a “Los Girasoles” de Van Gogh.

Desconozco, sin embargo, qué relación existe entre la obra del pobre Vincent, fallecido en 1890, y el cambio climático. O cuál puede ser la relación de causa efecto entre lanzar una lata de sopa de tomate a un cuadro del siglo XIX y la crisis energética actual. Me atrevería a decir que, desde un punto de vista objetivo, ninguna. Y que sólo una mente perturbada y manipulada por consignas vulgares y facilonas podría establecerla.

Paradójicamente, estos sujetos no han acudido a las sedes de las multinacionales responsables de todo cuanto denuncian. No han lanzado pintura ni puré de patatas contra los directivos de los fondos buitre, de las petroleras, de los gigantes agroalimentarios. No. En vez de eso, han entrado en los museos e, imitando procedimientos que recuerdan a las ejecuciones medievales, han intentado destruir lo más noble y sublime que posee la humanidad: el arte.

A pesar de ello, determinados medios de comunicación han reconocido su violento proceder, llegando a justificarlo por la “grandeza” del fin último perseguido. Y, en sus titulares, no han empleado para definirlos las palabras que más se ajustan a la realidad, sino edulcoraciones para tratar de blanquear su crimen. Así, no les han calificado como lo que son, vándalos, sino que les han denominado “activistas del clima”. Ello aunque su actuación recuerde demasiado a la escabechina que, por otras razones, igualmente inculcadas en los jabonosos cerebros de sus perpetradores, se produjo hace ya unos años en Palmira o en el Museo de Mosul.

Se trata de simple fanatismo, en un sentido o en otro, por una causa o por la otra. Y el fanatismo, para quien pueda entenderlo, es siempre un extravío moral que oscurece la inteligencia y embarga la razón, incapacitando al hombre para usarla libremente. El fanatismo religioso conduce a la superstición, despierta el odio del hombre para con sus semejantes, produce males sin razón como consecuencia de las persecuciones y el derramamiento de sangre, origina el furor y destruye el sentimiento de la piedad. Mientras que el fanatismo político arrastra al hombre a los mayores excesos, despierta las malas pasiones, las ambiciones innobles, la envidia, la adulación, el servilismo y, a veces, la servidumbre, la abyección y la inmoralidad.

No todo vale. El fin nunca justifica los medios. Más nos valdría recordarlo antes de que sea demasiado tarde.