He seguido con especial interés la exhumación de los restos de Queipo de Llano, de su esposa y del general Bohórquez, de la Basílica de la Macarena. Mi afición por la Semana Santa y el respeto que siento por esta Hermandad hace que, siempre que visito Sevilla, acuda al templo y en los días grandes he visto la cofradía salir, recogerse y desfilar por varios lugares. Admiro sus rituales y aprecio la tremenda fuerza significante de esa mixtura entre lo popular y el control por algunas élites: esa transversalidad que hizo, precisamente, que Queipo se inclinara por mostrarle especial veneración y aprecio, sin olvidar ayudar a otras Hermandades. En esas visitas siempre me molestaba sobremanera saber que allí estaban los restos de unos asesinos, compartiendo, mal que bien, espacio sacro con algunas de las imágenes más apreciadas por el pueblo andaluz. He leído el comunicado de la Hermandad en su web y aprecio la serenidad y voluntad de pasar página, insistiendo en el cumplimiento de la ley. Me da la impresión que esa sensación es la mayoritaria entra la Hermandad y el mundo cofrade.

Sin embargo me molesta un párrafo en el que reconviene sutilmente a la prensa, instándole a que deje de hablar de esto y se centre, por ejemplo, es las actividades caritativas macarenas que, sin duda, deben ser notables. Si la directiva de la Esperanza de San Gil tenía tanto interés le hubiera bastado con extraer antes los cuerpos, pues si es cierto que la ley les obliga ahora, nada antes se lo impedía. ¿Por qué no se hizo? Me faltan elementos de juicio para dar una respuesta definitiva, pero muy probablemente porque los oficiales de la Hermandad apreciaban que este hecho podía dar lugar a divisiones internas –y en la historia de la Macarena hay alguna de amargo recuerdo-. ¿Significa ello que una mayoría de hermanos y hermanas son franquistas, personas de ultraderecha? Muy probablemente no: son 16.000, una cifra que invita a pensar que sus perfiles se asemejarán bastante a la media ideológica de los sevillanos. Otra cosa es que una entidad que se gusta tanto a sí misma tienda a reforzar algunas tradiciones, o, mejor, “todas las tradiciones”, entre ellas la de la presencia mortuoria de Queipo y compañía, enterrado con el hábito macareno, al parecer.

Pero en este hecho late algo más sombrío e interesante: la reescritura de la historia comunitaria y festiva por el franquismo aún impregna amplias zonas del imaginario cofrade y ciudadano en muchos lugares. En ello influye, probablemente, los halagos, regalos simbólicos y fondos aportados por las autoridades civiles y militares del nacional-catolicismo. Y, sobre todo, la destrucción lamentable e injustificable de imágenes y templos durante la República y los primeros días de la Guerra Civil, a manos de anarquistas y otros grupos pro-republicanos, normalmente incontrolados, aunque no falten episodios de autoridades republicanas que pararon esta ignominia. Ignominia, en fin, que no deja de ser un reflejo del asesinato masivo de sacerdotes, otros miembros del clero y católicos comprometidos en política. No voy a entrar en el hecho de que éstos han encontrado su reconocimiento hace décadas mientras que muchos ciudadanos “de a pie” –empezando por varios cientos, incluyendo probablemente hermanos, en el barrio de La Macarena- siguen yaciendo en cunetas o fosas comunes sin nombre ni redención. Ambos hechos deben ser tenidos en cuenta para una política integral de la memoria. Lo que ha fascinado a muchos estudiosos es cómo el pueblo de “la tierra de María Santísima” se revolvió contra sus veneradas imágenes: esa iconoclastia que fue como un acto sagrado “inverso”, un momento liberador.

Sin embargo, lo que el franquismo hizo fue apropiarse de un sentido único de las manifestaciones semanasanteras –y de otros rituales-, transmitiendo hasta nuestros días la “creencia” en que la ortodoxia religiosa era la esencia de la relación entre fiesta y realidad urbana. Nada más lejos de lo cierto. Autores como Noel, Herrera o Chaves Nogales –por circunscribirme a Sevilla- ya habían anotado las tremendas asintonías entre el discurso religioso oficial –iglesia y élites que controlaban las hermandades- y las vivencias abiertas y contradictorias, hasta un ateísmo que no se consideraba incompatible con el culto a imágenes, de gran parte de cofrades y, en última instancia, del pueblo. Lo mismo podría decirse de infinidad de localidades andaluzas, murcianas, castellanas…. El franquismo reconstruyó la Semana Santa y la adecuó a unas maneras que le interesaban especialmente, para su imaginario religioso y para su representación como fuerza de ocupación y represión. Isidoro Moreno fue pionero en estudiar estas cosas y, ahora, autores como César Rina o Hernández Burgos estás levantando el manto de mixtificación que cubre esta etapa, poniendo de relieve la complejidad de lo que algunos pretenden sencillo y trivial.

Por lo tanto estas exhumaciones van más allá de una anécdota más o menos potente que intentará manipular la derecha: nos advierte de que en la parte religiosa de la tensión recuerdo/olvido, se filtran elementos que son recordados –también por la izquierda- de manera distinta a como ocurrieron, dando por buena la elaboración ideológica que hizo el franquismo y la Iglesia preconciliar y que aún mantiene viva sectores rancios del obispado. El sentido común democrático y, sobre todo, la investigación antropológica e histórica profesionales serán las mejores ayudas para que la justicia moral inherente a las reivindicaciones memorialistas se abra paso.