A mi amigo Sami, al que doy muchos disgustos.

A mí me gustaba mucho el fútbol, hasta que se hizo obligatorio. Hubo una época en que nada había más delicioso que ir al Campo de La Viña, con mi padre, a ver al Hércules y aprender con sus comentarios a juzgar el juego –entonces el fútbol era un juego-. Era una época en que casi siempre perdía(mos). Pero no importaba demasiado. Lo importante era la celebración, el encuentro. En algún lugar de mi memoria vaga, indescriptible, el olor de aquellas tardes: pipas, puros, cemento viejo, el calor de los aplausos, el enfado que llevaba a los mejores herculanos a quemar su carné en las gradas –parco y fiero ejercicio alegórico, remediado inmediatamente en las oficinas del club-. Todo al son de unas triunfales marchas mecánicamente reproducidas en cascados altavoces; con una publicidad tan ingenua que hoy causa simpatía imaginar lo que le costaría al anunciante sacar a su empresa en la antesala del encuentro o en el descanso.

Si la pelota salía fuera del estadio –es una hipérbole-, el masajista, como un resorte, saltaba del banquillo –era de verdad un banquillo- y corría fuera hasta volver triunfante con el balón. Luego llegó el Rico Pérez, con un mejor pasar, un orgullo satisfecho, más banderas en las gradas y la coincidencia con la mejor época de la historia herculana, la del genial Arsenio. Yo diría que aquello lo vivimos como una continuidad poco menos que lógica. Luego, el tiempo y la vida, y las gentes y las obligaciones, fueron apartándome de ese escenario primordial. Nunca, desde luego, me retiraron de mirar resultados y clasificación y preguntar a mi padre, más fiel que yo, cómo estaba el equipo, tras el primer partido de la pretemporada; mi padre, que nunca hablaba valenciano, invariablemente contestaba: “Xé, el mateix que l’any passat”. Y así debía ser. Y era bueno que así fuera. El equipo, y los resultados…. ya se vería.

¿He practicado en el párrafo anterior un simple ejercicio de nostalgia? Sí y no. Por supuesto que estas cosas no se escriben sin un punto de amor por lo perdido, por lo que no sabíamos que iba a perderse: esa vecindad en las entrañas del devenir de los días con unos colores elevados a la categoría de símbolo irrenunciable. Pero hay más. Eso fue posible porque se cosió a la evolución misma de Alicante, con sus tristezas y sus gozos. El Hércules fue el mejor signo de la ciudad cuando fue su estimable espejo. Hasta que eso se perdió. O se perdió para muchos. En parte fueron cambios sociológicos: la necesidad angustiosa de acumular trofeos de campanillas y de gastar millones en los fracasos en nombre de una posible alegría. Y cambios en las élites ciudadanas, que estuvieron férreamente dispuestas a no invertir ni en esta, ni en otras muestras de compromiso cívico. Todo esto, me parece, ha estado fuera de las celebraciones del Centenario: fuera de nosotros el funesto vicio de pensar, todo se ha circunscrito a lo episódico y epidérmico. Como solemos.

Porque lo grave fue cuando algunos dignatarios del amo del cotarro me confesaron implícitamente chanchullos sospechados y hasta algún periodista justificó lo injustificable si queríamos que alguna vez el Hércules jugara la Champions. ¿Y para qué quiero yo que el Hércules juegue la Champions? Mis días más felices con el Hércules, aquellos en los que iba de la mano de mi padre, jugaba(mos) en 3ª. Pero ahora cargamos con alguna vergüenza y vegetamos en una categoría que no sé pronunciar. El primer regalo que hice a mi hijo, por supuesto, fue una equipación del Hércules. Y como en esto puedo ser aún romántico, sigo siendo sólo del Hércules y me da igual el Real Madrid o el Barcelona, el Atlético o el Betis. Que jueguen mejor o peor es algo efímero y más bien resultado del dinero que de la calidad de los pies.

Este es mi triste panorama anímico cuando el deporte de nuestro siglo se humilla a jugar un Mundial en Qatar: un mal lugar para jugar, para perder, para ganar y para caerte muerto, sobre todo si eres albañil o alguna ordinariez similar. Nuestros esforzados deportistas y nuestros más que esforzados directivos se van a pasar un mes en una parrilla de pollos al ast, lamentándose del calor que sufren y diciendo que no, que ellos vibran sólo en las doradas plumas del deporte y que no saben nada de violencia de derechos humanos, dictadores o humillación de mujeres. Y los comentaristas deportivos recordarán las mayores aberraciones durante, más o menos, un 1% del tiempo, callarán el 40% para cederlo a publicidad y dedicarán el restante a glosar los entresijos del estado psicológico de los ases de rectángulo y las falacias del VAR. Lo mismo España gana(mos) y entonces ya la cosa pasa a mayores. Es posible que en Madrid se dedique una plaza a Qatar y a cada uno de sus gobernantes, que comunistas no son.

Lo reconozco: me fascina el funcionamiento complejo, invisible y trascendente de tantas palancas que han hecho que el fútbol se convierta, desde una maravilla de espectáculo, en una fábrica de lavar dinero, de repintar criminales y de educar a millones de niños en los más tétricos valores. Porque ya podemos debatir sobre planes de estudio, que los mensajes bien perceptibles de competición sangrienta, de ausencia de reglas reales y de las claves para el reconocimiento del éxito que transmitimos a nuestros jóvenes tienen una potencia terrorífica. ¿Decir esto también es pura nostalgia? Pues qué asco. ¡Viva Qatar!

El fútbol, el mejor fútbol, para mí, será siempre la imagen bella en su fealdad, contrahecha y orgullosa de El Chepa. Si usted no es de Alicante no sabrá quién es. No se preocupe, a estas alturas, tampoco lo saben una gran parte de los alicantinos. De él se dice que en los momentos fundacionales dijo: "Le pondremos Hércules para infundir respeto. Estoy casi seguro de que su concepto de respeto debió ser distinto de los que hoy entienden de fútbol. Aquí y en Qatar.