A finales de la década de 1990 fui diputado en el Congreso. Un recuerdo: las mullidas alfombras, los históricos cuadros, los memoriosos relojes, creaban un insólito silencio en un ámbito en el que, los días de Pleno, podían moverse unas 400 personas. Algunas salas de comisión no eran tan solemnes, pero de todas se podía decir lo mismo: invitaban a la reflexión o, al menos, permitían que la palabra, las palabras, circularan con agilidad y donosura. Todo eso yace como arqueología de una forma democrática que arrasaron la polarización y las redes sociales. Quizá lo mismo pueda decirse de los Parlamentos autonómicos, aunque, creo, en un nivel menor. Y hasta de los Ayuntamientos.

Una anécdota: al poco de iniciarse aquella Legislatura participé en un debate en una comisión. El tema a debatir era tan menor que lo he olvidado. Pero recuerdo que un diputado del PP se fue calentando a lo largo de la respuesta al Portavoz socialista y, al acabar, con el micrófono apagado, lanzó un “¡A la mierda!”. Nadie dijo nada, pues, como digo, había acabado su turno y pasó bastante desapercibido. Pero cuando, unos minutos después, concluyó la Sesión, el Portavoz del PP se dirigió muy enfadado a su compañero y le criticó con cierta dureza por su salida de tono, recordándole dónde se encontraba. Hoy, seguramente, hubiera sido jaleado y felicitado. Hace unos días escuché una entrevista a la viuda de Labordeta sobre el famoso denuesto que vertió en un Pleno: contra lo que muchos de sus seguidores pensarían, afirmó que siempre se sintió dolido consigo mismo por haber perdido los nervios, aunque había razones para ello y su expresión no se dirigió, como insulto, a nadie concreto. Es cierto: cada insulto vertido en sede parlamentaria, es una derrota.

En otra época me llamaba la atención la tradición de retirar del Diario de Sesiones las expresiones malsonantes o insultantes: las actas deben reflejar lo dicho, y no se puede tener por no dicho lo que se dijo. Hoy he cambiado de opinión: es un ámbito menor de ficción, como tantos otros que existen en política, que permiten un segundo pensamiento, en frío, en bien de la institución y sus altas funciones. Cuando un parlamentario se niega a usar de este expediente es que desea herir. Y esta es la esencia del problema: una cosa es el alboroto, los nervios del momento, hasta la feliz defensa ardorosa de las convicciones… y otra romper con la cortesía parlamentaria, principio casi tan antiguo como los mismos parlamentos y que representan el respeto mutuo. Porque sin ese respeto no hay aceptación formal y material del pluralismo consustancial a la democracia y, en venerable y terrible distinción, no se acepta al “otro” como un adversario con el que discutir, sino como un enemigo a batir. Y el parlamentario que así cree y piensa de otro parlamentario, ¿qué no dirá o hará cuando el “otro” es un ciudadano de a pie, sin especial protección ni publicidad para los agravios que reciba? El mal, pues, no se hace sólo al parlamentario, sino a la democracia misma.

Lamentablemente, de estas cosas nos acordamos ante un ataque concreto. Y, en este caso, el sufrido por Irene Montero rebasa cualquier límite porque afecta a su intimidad más profunda y, por lo tanto, es un ejercicio, en sí, de violencia simbólica que, dadas las circunstancias, es preámbulo a violencias directas sufridas por muchas mujeres, cuyos agresores se habrán reído de este tenebroso episodio. No debe extrañarnos: en el caso de Vox se trata de una maniobra que consideran tan legítima como necesaria, porque ninguna cláusula de defensa de la democracia frena sus fantasías –incluidas, por lo visto, las que mezclan los afanes de liderazgo con lo sexual-. Su fantasía, en fin, sería la cancelación de la democracia liberal en aras de principios de jerarquía y unanimidad, que acaben con todas las expresiones de liberación que luchan en el Parlamento y en la sociedad contra formas históricas de opresión, como el patriarcado. 

Mucha cuidado debe llevar el PP, pues la confluencia de mensajes y de convicciones tiene resultado de provocar coincidencias en las formas, lo que se evidencia en los juegos malabares que han de hacer para no enfadar a Vox con sus críticas dichas con la voz pequeña, ni a sus voceros mediáticos, ni, incluso, a partes de su electorado que han vuelto donde solían tras años de refugiarse en la resignación ante los tiempos que cambian. De Ciudadanos no hablamos, ¿para qué, ya?: si son españoles los que insultan ya les vale. Pero también harían bien el resto de fuerzas políticas en promover una reflexión sobre estas cosas, para entender mejor la acción parlamentaria en el conjunto de acciones que prestigian o desprestigian la democracia, pudiendo generar mayor incertidumbre, quebrando la confianza ciudadana en las instituciones. Una parte de culpa de estos asuntos también la tuvo la izquierda, cuando se dedicó meticulosamente a despreciar la democracia representativa, en favor de otra quiméricamente “participativa”, en asambleas en las que “todo vale”, incluyendo el abuso de las mayorías y la excusa para vulnerar las normas de equilibrio y deliberación. La democracia es parlamentaria o no es democracia.

Y, como ejemplo privilegiado de cómo el parlamento se liga con la calle y hasta con las nubes, en eso que aparece el obispo Munilla, que, por algún horrible pecado, ha sido enviado hace poco a Alicante –pecado de Alicante, no del obispo, claro-. Este pastor considera que casi todos somos becerros, y tiene un larguísimo currículum de insultos y provocaciones, Podría, muchas veces, decir lo que dice, pero lo hace de manera que inquiete, que sobresalte, que moleste, que hiera. No creo eso sea acción profética, más bien considero que no tiene más luces que las que demuestra. Desde que llegó se ha pronunciado sobre temas diversos y nunca he querido opinar, aunque me molestara su desmesura. Al fin y al cabo, en evangélica muestra de paciencia –la mía, no la suya-, me dije, habla de cosas a las que los obispos son muy dados pues se basan en seguir pensando que poseen el monopolio de la moral, siendo los demás meros energúmenos. Pero esta vez me animo a glosar su opinión sobre la inmoralidad de un Gobierno que pacta con Bildu, sobre todo la transferencia a la policía foral de Navarra de las funciones de tráfico. Hay que tener la mente muy retorcida para ver la parte pecaminosa del asunto. Así que queda la idea misma del pacto: nada se puede negociar con quien es descendiente del terrorismo. No sé qué hace la iglesia, aquí y allá, pactando con los descendientes del terrorismo franquista, ni qué dirá la iglesia irlandesa del IRA/Sinn Fein, ni que dirá Munilla en voz alta de los curas y obispos que apoyaron a ETA directamente. Ya se ve que no se trata de orientar conciencias, sino de orientar votos. Ya sé que esto es predicar en el desierto. Munilla siempre tiene una piedra a mano por si se tercia lanzarla el primero. Munilla siempre juzga para poder ser juzgado. Si a Munilla le regalan un arado hará una sabrosa espada. Una lástima que no sea diputado de Vox. Quizá le expulsaran por fanático, pero nos iba a dar unos meses deliciosos.