En el coloquio que siguió a una charla que di sobre comunicación y escucha en la escuela, una maestra me hizo esta pregunta: “Yo tengo a los niños y niñas de dos años y noto que la mayoría hablan menos, más tarde y más enredado. ¿Crees que es porque se les habla poco, por la vida acelerada que llevamos, o por la influencia de las pantallas?”. Así le contesté:

Me parece que es cierto lo que dices y también las causas que apuntas. A los niños se les habla poco, vamos todos corriendo y las pantallas silencian los diálogos. En estos momentos se están dando unos recortes importantes a la dedicación en el proceso de aprendizaje del lenguaje por parte de los niños. Ahora quienes realmente tienen la palabra son las pantallas. Cada miembro de la familia habla con su respectivo móvil. La televisión llena el espacio sonoro y relacional en las casas. Los ordenadores, tabletas y móviles invaden los lugares de reunión, juego, trabajo y aprendizaje. Hasta las nanas y los cuentos se escuchan grabados.

Se están produciendo unos efectos alucinatorios en la sociedad en su conjunto, de tal modo que, a cambio de la supuesta sabiduría y omnipotencia que parece que nos regala la tecnología, le devolvemos sumisión, adicción, dependencia, tiempo y entrega. Esto me hace pensar en la fascinación que sentían los indígenas de la selva americana ante las cuentas de colores que Colón y sus marineros les daban. Entregaban su tierra, su oro y sus riquezas a cambio de simples abalorios.

De hecho, hay un exceso de conexiones virtuales y un defecto de conexiones reales que se está notando en la crianza. Los bebés muchas veces quedan lanzando su gorjeo al aire, esperando el eco en las voces de los suyos. Pero ese eco no siempre llega, hay interferencias, ruido, no-miradas que, inevitablemente, tendrán consecuencias. Quizás una de ellas sea la que señalas, que los niños hablan menos y más tarde.

La pertenencia al mundo de la palabra es lo que nos diferencia del resto de seres vivos. Para que un niño viva, no basta una biología que lo traiga al mundo, es imprescindible que sea acogido mediante la palabra de los otros, esencialmente la de sus padres. Es importante hablar con los niños desde el nacimiento y darle sentido, desde la palabra adulta, a sus demandas. (Manuela Castaño Garrido)

Aprender a hablar es un hecho muy hermoso, pero muy complejo. Contiene sonidos, dicción, observación, ritmo, imitación de los movimientos de los labios, repeticiones… Contiene significados, simbolismos y los tesoros que guarda cada palabra. Pero, por encima de esto, contiene lo afectivo, el deseo de hablar para que otros oigan y celebren lo que uno está diciendo. Y es aquí, en este punto central, en el que estamos fallando. Parece que no hay tiempo para entretenerse enseñando las palabras y escuchando las probaturas de los niños con ellas.

Para lograr desarrollarse saludablemente el niño necesitará encontrar un modo efectivo de comunicarse con el mundo. Sus tanteos empezarán desde el mismo momento en que nace y se llevarán a cabo a partir de todos los canales expresivos posibles. De hecho, el niño pequeño nos habla de sí mismo con su cuerpo, sus movimientos, sus juegos, sus lágrimas, sus sonrisas. Cuando nace es su llanto el que dice por él. Después son sus expresivos ojos los que nos cuentan cómo se siente. Más adelante empieza a gorjear como si fuera un pajarillo y sus balbuceos acompañan las carcajadas, las toses, el jugar a esconderse y esos amagos de palabritas que se le vuelven triunfos nada más intentarlas: ajjjjo, mamamama, papapapa...

Así, poco a poco, él instala su propio estilo comunicativo desde el que nos hace saber que está contento, que está enfadado, que quiere que le cojan, que tiene hambre, que tiene sueño, que extraña. Utiliza todo un repertorio de gestos y sonidos, de movimientos de calma o desazón, de señales cargadas de significado para quienes lo cuidan. Puede mostrar satisfacción y plenitud. Puede mostrar inquietud, nerviosismo, alegría, emoción. Puede mostrar curiosidad, apatía, cansancio, dolor, tensión. Y ganas de vivir o desganas. Porque desde los primeros momentos el niño expresa, cuenta sus sensaciones, reclama sus placeres, exige sus necesidades. Y aunque lo hace de una manera primitiva, suele obtener la escucha y la conexión que precisa, ya que hay un vínculo amoroso que tiene “las entendederas” predispuestas al entendimiento. Así que cuando el niño dice “ta” y le alarga el peluche a su madre, suele recibir como respuesta otro “ta” que le retorna el muñeco, el gesto y una sonrisa que le animará a seguir comunicando.

Cuando hay una buena situación vincular, de estos intercambios surgen el “decir de sí”, el expresarse, el abrirse al afuera, a los demás, a lo nuevo… Es decir, se instala la posibilidad de expresar lo que se siente, de airear el mundo interior, de “salir”. Pero cuando hay situaciones difíciles en las que falta la disponibilidad de las figuras de referencia por estar en crisis o ausencia, el niño se encuentra sin ese fundamental “interlocutor válido” que le tendría que facilitar la entrada al mundo de los otros. Y entonces, al no encontrar quien lo reciba y aliente, su fluir comunicativo puede irse deteniendo, en perjuicio de su salud y su equilibrio.

En estas fiestas que vienen regalemos a nuestros niños tiempo, escucha y juguetes de los que invitan a jugar. Y dejemos las pantallas a un lado, hay cosas más importantes.