Berlusconi llegó antes
Se diría que en Italia todo sucedió primero: la confusión entre los partidos políticos y el alma del Estado, por ejemplo, o el estallido de la corrupción institucional –con la operación “Manos Limpias”, a principios de los años noventa del pasado siglo– y la total ruptura del bipartidismo. Al decir adiós a la Democracia Cristiana, al Partido Socialista e, incluso, al Partido Comunista, Italia adquirió otro perfil institucional sobre el viejo sustrato social de siempre y perdió estabilidad e impulso reformista. Con la voladura política, el país dejó de crecer y se sumió en un lento y largo estancamiento. Igual que a España, tampoco la benefició la incorporación a la moneda única (se dice que Romano Prodi era inicialmente escéptico y que fue la tozudez de Aznar lo que le empujó a sumarse al proyecto) y la pérdida de la posibilidad de devaluar la divisa no pudo suplirse con la ganancia adicional de productividad. Cuando las crisis –política, institucional, económica, social– van superponiéndose, aparece el populismo en alguna –o en muchas– de sus variantes. Se podría decir que el populismo es una consecuencia del malestar y no a la inversa. Por ello, a pesar de que debemos renegar de sus soluciones simplistas y del tono exaltado de su retórica, no conviene dejar de lado las causas de su aparición. El populismo a menudo apunta hacia una realidad que permanece oculta por debajo de los discursos oficiales.
De algún modo, en Italia todo sucedió antes y Berlusconi llegó primero. Il Cavaliere era y no era hijo del neoliberalismo imperante en los ochenta. Reagan y Thatcher disponían de una ideología que se sustentaba en un determinado sistema moral –discutible, por supuesto, pero moral al fin y al cabo– con aspiraciones de universalidad. Si Aznar y Blair fueron hijos de esta época –en la derecha y en la izquierda, respectivamente–, Berlusconi se situaba ya en un escenario pospolítico y no sé si definirlo incluso como postideológico. Con él reinaba el espectáculo televisivo y el cinismo, la apelación al éxito y la descalificación del adversario. Al contrario del trumpismo –o de la Hungría de Orbán–, Berlusconi carecía de un verdadero discurso político, más allá de los clásicos guiños al empresariado. Si fue un adelantado a su tiempo, no lo fue en lo ideológico sino en lo meramente táctico, en la política concebida como un mero ejercicio del poder. Muy rápidamente, esta forma de actuar empezó a imponerse en otras democracias, con elementos de actuación muy similares. La división por bloques frente al bipartidismo tradicional o la devaluación del debate público mediante el uso propagandístico –y a menudo chabacano– de los medios de comunicación. Tele 5 era las Mamá Chicho y, con ellas, muchas cosas empezaron a cambiar a peor.
El juicio de la historia difícilmente será favorable a Silvio Berlusconi, pero sospecho que tampoco será benévolo con nosotros. Por motivos distintos, claro está. Él propagó una forma de actuar, nosotros nos dejamos convencer. La política no ha hecho sino degradarse desde entonces. Y las soluciones al malestar no han llegado. Más pobres, más polarizadas, más envejecidas, España e Italia se miran hoy una a la otra con una extraña nostalgia. Nuestros mejores tiempos pasaron, sin que sepamos cómo recuperar la senda que hizo posible el milagro de la europeización. Italia aún conserva unas elites, el norte industrial y cierta finezza diplomática. En España todo resulta más bronco y directo. Y, en este sentido, peor.
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