«¿De dónde sale esta gente de Vox?»

Pedro Sánchez se interroga en ‘El hormiguero’ sobre la génesis y expansión de un fenómeno que ha pasado a ocupar lugares decisivos en municipios y autonomías

Pedro Sánchez, en ‘El hormiguero’ (A3 TV).

Pedro Sánchez, en ‘El hormiguero’ (A3 TV).

Matías Vallés

Matías Vallés

Nadie había luchado antes tanto por conseguir mi voto como Pedro Sánchez, a lo largo de su gira triunfal por la telebasura. Sin que esa humanización inesperada se traduzca automáticamente en votos, el presidente del Gobierno conecta mejor en entrevistas frívolas que en las pomposas cumbres políticas. El martes se erigió en el portaestandarte del asombro nacional, al preguntarse «¿De dónde salen esta gente de Vox?», durante su monólogo de una hora en El hormiguero.

Con el rescoldo de candor que todavía le habita, Sánchez se interroga sobre la expansión y génesis de un fenómeno que ha pasado a ocupar lugares decisivos en municipios y autonomías. La ascensión de Hazte Oír a presidencias de instituciones, condicionando la actualidad nacional, es cuando menos inesperada. Von Hayek desbrozaba con parcialidad en Camino de servidumbre otra erección nunca aclarada. «Pocos están preparados para reconocer que el ascenso del fascismo y el nazismo no fue una reacción contra las tendencias socialistas del periodo precedente, sino una consecuencia necesaria de dichas tendencias».

Berlusconi presume ante su biógrafo de que «sé cómo hacer que la gente me quiera», y la componente del fervor impregna el voto contemporáneo

Es un análisis audaz pero sesgado, bajo la pretensión de conservadores y de ultraliberales de deslindarse de un vecino molesto, al que se descarga sobre los hombros de la izquierda. La promiscuidad improvisada también se aplica al caso español, cuando el auge del «a por ellos» se considera indisoluble del desafío independentista catalán, otra «consecuencia necesaria». Es curioso que un progresismo incapaz de consolidar su mayoría adquiera tal potencial movilizador en el bando rival.

Este enfrentamiento visceral rescata el peso de la política emocional, que en la campaña del 23J viene encarnada en Yolanda Díaz con sus apelaciones a la «sensibilidad» y la «ternura». Al enlazar estas desviaciones con los valores clásicos de la tecnocracia, se percibe que la primera consecuencia de tanta emotividad es que sale muy cara. Hasta las mínimas carencias deben ser subvencionadas, con un énfasis en ensanchar los márgenes de quienes pueden verse beneficiados, en un país que se distingue por la calidad y cantidad de los servicios gratuitos que brinda a las clases desahogadas.

La política emocional admite que votar puede ser un capricho. The Economist ha despedido a Silvio Berlusconi con obituarios durísimos, pero no se ha olvidado de titular su tributo El gran seductor. El magnate italiano destacaba en una de sus biografías que «sé cómo hacer que la gente me quiera». Apunta otro indicio de que un resabio tan hispano como el fervor impregna al voto contemporáneo hasta definirlo. Trump supo suscitarlo pero extravió la pócima, Santiago Abascal nunca dominará esa faceta.

Entretanto, el mejor Sánchez es Zapatero, pero el actual presidente se ha encomendado a otro antecesor en su gira triunfal de despedida. El patrocinador de la entrevista encadenada en la telebasura debería ser Adolfo Suárez, otro campeón emocional. También al fundador de la democracia le acusaban de demonizar injustamente a militares y banqueros como causantes de su desgracia, hasta que el 23F heló las muecas de escepticismo. Cuatro décadas después, los medios han sustituido a la artillería y los financieros siguen inamovibles, pero el candidato socialista al 23J debe preguntarse qué gana criticando a un periodista. Pablo Iglesias lleva dos años en la brega contra esos fantasmas que no son ni molinos, sin ningún resultado apreciable.

Después de su confesión estremecedora, Suárez no volvió a ganar unas elecciones. El Sánchez mohíno y con dificultades para mirar a la cara a sus interlocutores hasta que llegó a El hormiguero, parecía trabajar antes para desatar la expectación sobre su segundo tomo de memorias, que para imponerse en unas elecciones a cara de perro. La sobreexposición al estilo del lloroso Enrique de Inglaterra solo demostrará que tiene un repertorio limitado de respuestas, levantando la consiguiente irritación en los entrevistadores sometidos a un menú que ya han degustado en la preparación de su conversación con el presidente. Su tiempo emocional ha pasado.

Sánchez no tiene la culpa de lo que le está ocurriendo, pero la inocencia no equivale en política a una absolución. A la audiencia puede molestarle que su líder sufra ataque sañudos, pero no se vota a un presidente del Gobierno para que le lleve la contraria a un ridículo busto parlante. Las heroicas vicisitudes suaristas que reclama Sánchez solo pueden rematarse con una derrota. Cuando el muy poco emotivo Putin admite la amenaza de un enemigo de talla inferior, está perdido, aunque dispone al menos de la opción de manipular las elecciones. Frente a la resignación del epitafio, es más inteligente trampear incluso con la tabla de multiplicar y el precio de las naranjas como hace Feijóo, a cambio de ganar las elecciones.

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