Polvo en el viento

Imagen de archivo de viento

Imagen de archivo de viento / Áxel Álvarez

Pilar Ruiz Costa

Pilar Ruiz Costa

Es la primera vez que mi padrino no me ha llamado para felicitarme mi cumpleaños. No se lo tengo en cuenta. Murió. ¿Qué sino la muerte habría logrado que este hombre no marque mi número, antes que nadie, para decirme «te quiero»? Me dolió de todos modos, no crean. Luego me descubrí mirando a la nada, como quien se queda hipnotizado viendo el vuelo en círculos de una polilla a la luz de una farola, mascullando en qué extraña es esa palabra: ‘padrino’. Más que desnuda, ha quedado fea si no lo envuelve a él. Joder, ¡si hasta en su sexta acepción de la RAE es «jefe de una organización mafiosa»!

De niños creíamos la leyenda urbana de que los padrinos serían nuestros padres si algún día estos faltaban. Fantaseábamos con que, de caerles un rayo, a los dos a la vez, los hermanos se repartirían y a uno le habría tocado en suerte el padrino que tenía coche o el que era un descarriado soltero. Después supimos que no, que padrino —y madrina— en el día a día son aquellos que te han de hacer regalos, más o menos. Una esclava con tu nombre cuando naces; un reloj en la primera comunión, y ya los mejores, también en reyes.

Nada que ver con el encargo de los padrinos bautismales, mucho más claro en el inglés, godfather (dios + padre), garantes junto a tus padres de que lleves una vida espiritual congruente con el bautismo. Este mío no lo hizo en absoluto ateniendo a pies juntillas al manual del buen cristiano y sin embargo… lo hizo. Por ejemplo la penúltima vez que estuvimos juntos en una iglesia —la última fue en su funeral—, precisamente en el funeral de mi tío Pepe. Estábamos tan tristes que a saber por qué llorando le dije: «prométeme que tú no te vas a morir nunca». Él me tomó la mano y contestó: «¿Morirme yo? Nunca. Te lo prometo». Lo excusó mi tía después diciendo que hay veces en que las promesas se incumplen, aunque también yo, cuando vi que la vida se le iba escapando entre los dedos, comprendí que aquello no fue en realidad una promesa, sino un regalo.

Lo incineraron y lo imaginé repartido entre la Ibiza donde quedan su Antonia y sus hijas y Gea de Albarracín donde están sus raíces. Repartido, que era tener corazón y polvo al fin juntos. Pero para mi sorpresa la parte ibicenca queda en un columbario, entre la capilla y la enorme fosa que acoge a las víctimas del accidente de aviación en el que 104 personas perdieron la vida en 1972.

Pensaba que la ventaja de incinerarte era precisamente no estar restringido al espacio de un cubículo. Polvo: «Parte más menuda y deshecha de la tierra muy seca, que con cualquier movimiento se levanta en el aire». Aún más hermoso en inglés antiguo: «Sustancia elemental del cuerpo humano, aquello en lo que se descompone la materia viva. Partículas finas de tierra u otra materia tan livianas que pueden ser levantadas y transportadas por el viento». Pero la misma Iglesia que nos dice que «con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás», en el Código de Derecho Canónico «aconseja vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos; sin embargo, no prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana». En su Instrucción Ad resurgendum cum Christo de 2016 ha tenido que salir a poner orden entre tanta pagana modernidad actualizando el manual del buen cristiano: «No está permitida la conservación de cenizas en el hogar» ni «para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista, la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos». Porque solo «la conservación de las cenizas en un lugar sagrado puede ayudar a reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares».

Y aunque les juro que lo recordaré donde quiera que vaya, mi siguiente viaje a Ibiza fue el primero que lo visitaba, no en su casa, sino en un nicho. No me salía ir con las manos vacías y sin saber bien qué llevar, le llevé una suculenta. Me descubrí mascullando en qué bonita es esa palabra: ‘suculenta’, mientras no daba un duro por la plantita viendo el paisaje del cementerio tras la DANA. Si están tristes no vayan, ¡está prohibido!, después de una tormenta.

Arranqué el coche pero di la vuelta al ver el desastre del mausoleo de las víctimas del accidente de aviación y fui a recolocar las flores y macetas caídas de todas y cada una de sus tumbas. Estamos juntos en esto.

Dust in the wind, all we are is dust in the wind. Now, don’t hang on, nothing lasts forever, but the Earth and sky.

Kansas.

(Polvo en el viento, todo lo que somos es polvo en el viento. No te aferres, nada dura para siempre, excepto la Tierra y el cielo).

P. D. Me ha escrito mi prima para decirme que no me lo voy a creer pero ahí sigue, la suculenta. Cree que me la está cuidando él.