La Riá

Siempre es bueno recordar

"Al final, lo inevitable, toda la Vega quedaba reducida a «un charco inmenso», del que sólo sobresalía una casa aislada, la copa de los árboles o la cruz que corona a las barracas..."

“Le Monde Illustré”, 1 noviembre 1879.

“Le Monde Illustré”, 1 noviembre 1879. / Colección A.L.Galiano.

Antonio Luis Galiano Pérez

Antonio Luis Galiano Pérez

Repasando el Santoral comprobaba quién era el santo o la santa de este día 15 de octubre, y entre ellos me surgían Barses de Edesa, Severo de Tréveris, Magdalena de Nagasaki, Tecla de Kitzingen, Gonzalo de la Lago y Teresa de Ávila. Los cinco primeros quedan en un segundo lugar, ya que mirando en la hoja del calendario quien aparece es esta última que, como sabemos fue considerada Doctora de la Iglesia, fundadora de la Orden Carmelita Descalza y canonizada por el Papa Gregorio XV, el 16 de marzo 1622 junto con Isidro Labrador, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Felipe Neri.

Al mirar en dicho calendario el día y el mes, 15 de octubre, haciendo uso de esa facultad psíquica por la que aún recuerdo el pasado, me vino a la memoria aquella otra fecha de hace mucho tiempo transcurrido, nada más y nada menos que ciento cuarenta y cuatro años, 15 de octubre de 1879, y haciendo gala de lo que el jesuita Juan de Mariana, nos dice que la memoria del agravio dura más que la de las «mercedes», me recordó que en esa fatídica fecha se produjo una de las mayores inundaciones que a lo largo de la historia ha agraviado a Orihuela y la Vega Baja y que, por casualidades de la vida al haber acaecido en ese día fue bautizada como «la Riada de Santa Teresa».

Sobre ella desde entonces se ha escrito mucho, e incluso he publicado varios artículos. Sin embargo, haciendo memoria a largo plazo, aunque la he citado alguna vez, no me he detenido en una novela que lleva por título el mismo de esta sección: «La riá».

En la novela «Nuestro Padre San Daniel» de Gabriel Miró, publicada en 1921, claramente se comprueba que en su capítulo «La riada» se está refiriendo a la de 1879, transformando a Orihuela como Oleza y al río Segura como Segral, haciendo uso de licencia histórica en los hechos y personajes, tal como realizó también en «El obispo leproso». En la que ahora nos ocupa, obra del oriolano Abelardo L. Teruel, publicada en 1908, la inundación viene a estar presente dentro del argumento, en el que uno de los principales decorados es un molino que el autor lo ubica en un paraje que lo denomina como «La Parroquia», aunque indica que «inútil será buscar en el mapa de España», pero bien podría ser Desamparados. De igual forma que el citado molino, que lo ubica en la margen izquierda, aguas abajo del río Segura del que respeta su nombre, lo describe teniendo «una fábrica de fuerte construcción que se alza en victoriosa disputa con el tiempo, luengos años há». Preguntándome, si tal vez fuera el «Molino de la Ciudad». Sin embargo, no vamos a entrar ni en el argumento ni en los personajes, puesto que lo que pretendo es resaltar la riada como telón de fondo y escenario de la trama que concluye en tragedia.

“Le Monde Illustré”, 1 noviembre 1879. Colección A.L.Galiano.

“Le Monde Illustré”, 1 noviembre 1879. Colección A.L.Galiano. / Colección A.L.Galiano.

La novela fue publicada en Alicante en la Imprenta y Tipografía de T. Muñoz, consta de 149 páginas incluyendo la dedicatoria al ministro del Tribunal de Cuentas del Reino Adrián Mínguez Rauz, el prólogo de E. Mendaro y un epílogo de S. D. Tejedor. El ejemplar consultado estaba depositado en la Biblioteca Gabriel Miró de Alicante y está dedicado «Pepe Sarabia Pardines, querido paisano y valioso compañero». El autor nació en nuestra ciudad el 5 de agosto de 1878, estudió en el Colegio Santo Domingo y después Perito Mercantil. Fue un prolífico periodista colaborando en la prensa de Orihuela y Alicante, y diarios de Madrid, Barcelona y Valencia. Autor teatral y de varias zarzuelas, entre ellas la que lleva por título el mismo nombre que la novela. Regresando a la inundación, nos recuerda a las «bardomeras» como anuncio de la misma, «ramas secas, cañas, hojas marchitas, basuras», y cuando el peligro es inminente la «fangosidad apestante... y el cadáver hinchado de algún que otro animal».

El aviso a los huertanos sobre el aumento del nivel de las aguas, a través del pregonero, tras el telegrama del alcalde de «más arriba». Así como, por el sonido de las caracolas para que aquellos buscasen refugio en la ciudad, en la que había quedado marcado el nivel alcanzado por las aguas en la última inundación, y se llevaba a cabo la colocación de «tablachos» en las puertas de las casas de las zonas más inundables. Al final, lo inevitable, toda la vega quedaba reducida a «un charco inmenso», del que sólo sobresalía una casa aislada, la copa de los árboles o la cruz que corona a las barracas.

Al final, la espera del milagro por la intercesión divina de Nuestra Señora de Monserrate, arrojando el ramo que porta su imagen a las aguas desde uno de los puentes de la ciudad, después de que los oriolanos reclamasen al Ayuntamiento que solicitara al obispo que accediera a la rogativa.

Sólo quedaba, como siempre, una vez evaluado los daños la espera de la llegada de los recursos económicos para auxiliar a los más damnificados, preguntándose el autor: «¿Qué no todos los recursos llegarían a su verdadero destino? ¿Qué se evaporarían como el humo, una porción de pesetas? Eso era ya cuestión de la maldad de los hombres».

Así, al igual que tantas veces, «el lobo devoró a la oveja como vaticinó San Vicente Ferrer». Y nos preguntamos, ¿hasta cuándo?, sabiendo que es bueno recordar, aunque la memoria del agravio dure más que la de las “mercedes”.